miércoles, 23 de mayo de 2012

La gente odiosa y el color

Tengo un libro titulado El test de los colores. Una de las pruebas consiste en pensar en una persona especialmente molesta y mientras se piensa en ella hay que ir pasando la mirada por una serie de colores. Pero se me presenta un problema. Pienso en gente que sé que es maligna y resulta que me quedo igual.
Y no es porque nadie me haya hecho nada. Cuando tenía 13 años un médico me torturó durante un periodo de una hora y media, quizá dos. Lo que me hizo, en contra de lo que yo pensaba, no tenía ninguna finalidad terapéutica, sino que surgió a consecuencia de sus celos con otros componentes de su equipo médico. Me enteré de eso años más tarde en la consulta de otro médico y a continuación fui a hablar con la monja. Fueron testigos un sacerdote, que tiene o tuvo calle dedicada en Madrid, y la citada hermana de la caridad. Ellos dos sí que tenían obligación de saber lo que me estaba haciendo. Yo estaba sujeto por correas a la mesa del quirófano y me estuve retorciendo todo el tiempo, pero aguanté el llanto, porque pensaba que era en mi beneficio.
Pero, ¿cómo puedo odiar yo a esos tipos? Quienes son capaces de hacerle eso a un niño, independientemente de los honores que hayan alcanzado en vida, es obvio que son unos mequetrefes.
Pero no son los únicos que me han hecho algo en esta vida. Otras personas, algunas de ellas también muy poderosas, han tenido comportamientos moralmente equiparables al de los citados en épocas más recientes, y tampoco han venido a dejar huella en mí. O eso creía yo. Porque ahora resulta que no puedo hacer el test. Pienso en Fulano, pienso en Mengano, pienso en Zutano, y nada, no hay modo de que se despierte en mí un odio de esos tan furibundos, con lo cual yo podría pasar a la página de resultados, para ver qué dice.
He llegado a la conclusión de que yo no me las he tenido que ver con gente odiosa, sino con gilipollas. Hay una serie de personas a las que no odio, pero con las que no me gustaría tomar café, ni verlas por ningún lado tampoco. Y esa debe de ser la respuesta. Si no quiero verlos, tampoco puedo pensar en ellos ni siquiera para hacer un test.

lunes, 21 de mayo de 2012

La transparencia como virtud

El cerebro humano tiene como función la de ayudar a sobrevivir a su poseedor y para ello le hace ver las cosas del modo que más le convienen. Dado que en la naturaleza humana está escrita la necesidad de sentirse bueno, cualquiera que le pregunte a su cerebro en este sentido obtendrá el sí como respuesta.
Pero quien tenga verdadero interés en el asunto debe someterse a un autoanálisis más elaborado. Y el resultado, si el autoanálisis es sincero ha de ser, más o menos, como el que le dijo Hamlet a Polonio: Si hubiera que tratarnos a cada uno según nos merecemos nos tendrían que moler a palos a todos.
Pero también los hay que en lugar de practicar ese exigente autoanálisis optan por otro recurso: la transparencia. Dicen: fulano es transparente, y con eso ya está catalogado como buena persona. Pero los únicos transparentes de los que se tiene noticia son los hijos de los frailes. Eso decían cuando se levantaba alguien en el cine, impidiendo la visión a los de atrás: ¡Eh, que no eres hijo de fraile! En la realidad, donde es necesaria la transparencia es en las cuentas de las empresas, públicas o privadas.
Hay quien cree que la bondad brota de forma natural, como los hongos del bosque, y a continuación se comporta de forma visceral y es cuando se comprende que piense de ese modo. Alguien que reconoce a esa persona como de su propia secta dice: es inteligente y buena. Y resulta imposible atar esa mosca por el rabo, porque inteligente, buena y visceral, todo al mismo tiempo no puede ser.
El mal brota de forma espontánea y se nutre del rencor, del deseo de venganza, de la codicia, del egoísmo y de cualquier otra hierba similar.
El bien sólo surge del deseo de hacerlo y del esfuerzo para conseguirlo. El bien requiere de mucha constancia, no sólo para hacerlo, sino para resistir la tentación de hacer el mal. Ya se sabe que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. El error consiste en creer que son pocos los que tienen poder, cuando cualquiera puede hacer alguna maldad, y generalmente de forma impune.