viernes, 27 de julio de 2012

Los que imitan a los pavos reales

A veces, atribuimos a alguna persona unas cualidades que está lejos de poseer y luego llega el ineludible momento en que la realidad se impone. Se produce alguna decepción cuando ocurre esto, pero el interesado no tiene la culpa de que se le hubiera sobrevalorado. Muy probablemente, tampoco lo deseaba.
Pero hay otros que sí inducen a que se les sobreestime. Cada vez que se les presenta la ocasión despliegan las plumas, como los pavos reales. Si se atiende a lo que dicen, se llega a la conclusión de que se tienen por los más cultos, los que vuelan más alto, los que conocen los más altos valores éticos, los que mejor saben cómo solucionar problemas; pero si alguien les toma la palabra cierran las plumas, se reconvierten en gorriones y vuelan. No alto, sino lejos.
Puede darse el caso de que alguien esté en un apuro tremendo del que no pueda salir por sus propios medios. En ese caso, el interesado tiene la obligación moral de solicitar ayuda, puesto que la primera obligación de todo ser viviente es intentar sobrevivir. Y si quienes están en disposición de poder ayudar son los pavos reales, tiene que pedirles ayuda a ellos, aunque sepa o presienta que le van a fallar. Luego, si ocurre esto último, podrá decirse a sí mismo que lo ha intentado. Ha sido capaz de tragarse el orgullo o de vencer su timidez, y si ha salido mal no es por su culpa. No hacer nada sí que hubiera sido imperdonable.
Tampoco tiene que perder la fe en la humanidad porque esas personas no hayan actuado como necesitaba. Ellas tienen sus propios objetivos en la vida, entre los que no está el de ayudar al primero que se lo pida; además, si lo hicieran, quizá, podrían perder el sitio en su carrera hacia la meta que les gusta. No tiene que perder fe en la humanidad porque es seguro que hay gente que sí que le hubiera echado una mano, si hubiera podido.
Y eso es lo que ocurre alguna que otra vez: la persona que quiere ayudar no puede y la que puede no quiere. Sin embargo, hay que pensar que el ser humano, en líneas generales y sacando el promedio, merece la pena.

sábado, 21 de julio de 2012

Sobre las certezas y las dudas

Hay quien fabrica certezas como si las hiciera en serie. Medita sobre un asunto, llega a una conclusión y, ¡hala!, certeza al canto. Se conoce que caminar entre bloques de certezas otorga mucha seguridad. No hay lugar para las vacilaciones.
Con las dudas cambia la actitud. Obligan a pensar acerca de cada cosa que se presenta y puesto que se ha abierto la puerta a las dudas cada conclusión a la que se llega viene con nuevas dudas. No hay modo de llegar nunca a una meta definitiva.
Quien se nutre de certezas puede, tranquilamente, fusilar a alguien que previamente ha catalogado como malo. ¿Si es malo, qué problema hay en matarlo?
Pero quien duda nunca tendrá suficientes pruebas, ni encontrará bastantes motivos, para justificar la pena de muerte. A quien duda lo tildarán, indudablemente, de indeciso, pero lo cierto es que nunca encontrará suficientes motivos para perpetrar una maldad a propósito.
La gente que se cree en posesión de la verdad, porque ha llegado hasta ella a través de un concienzudo examen, o porque alguien que “sabe” se lo ha explicado, camina con reciedumbre por la vida. Sabe en todo momento que tiene que hacer. Los etarras no vacilan nunca. En su discurso no cabe ninguna incertidumbre. También estaban llenos de certezas los Inquisidores. Y los nazis. ¿Cómo se puede pretender que los nazis tuvieran alguna duda? Tampoco dudan los verdugos. Ellos no asesinan, sino que cumplen la ley que han interpretado otros. Si un verdugo dudara un instante antes de hacer su “trabajo”, qué drama sería para él.
Los que tienen la verdad en su bolsillo van por la vida sin dar un paso atrás. Están seguros de lo que hacen, ofenden sin dudarlo ni un momento y sin darse cuenta de que ofenden, y ellos mismos se ofenden cuando les parece y con quien les parece.
El odio se alimenta de certezas. El amor no es que se alimente de dudas, sino que genera un mar de dudas. Al odio lo mata la duda.