sábado, 29 de diciembre de 2012

Un peral

El peral es mío. A veces pienso que lo sabe y que le gusta ser de mi propiedad. Es cierto que si viviera en un campo salvaje sería libre, pero también lo es que en ese caso tendría que competir con otros árboles por la luz del sol y el alimento del suelo. Y que en esta lucha no tendría garantizada la victoria ni mucho menos. Todo dependería de los vecinos que le hubieran tocado en suerte. Los hay contra los que es imposible luchar.
Además de competir con otras especies vegetales, también tendría que soportar a otros seres, éstos del reino animal, que abusarían de él de todos los modos posibles.
Por esas cosas pienso que el peral, en mi terreno, se siente cómodo y me está agradecido. Ningún otro árbol le disputa la luz solar y en el suelo tiene el alimento que necesita, sin que ningún otro vegetal se lo dispute. Está acompañado, hay otros árboles, situados a la distancia conveniente para que sirvan de compañía sin ser molestos. Y de la especie animal que pudiera hacerle daño también está protegido. Por otro lado, se procura tenerle a salvo de las enfermedades que le amenazan.
Da unas peras grandes, hermosas, de exquisito sabor. Si el peral estuviera en un bosque le caerían al suelo cuando estuvieran maduras, en donde se pudrirían la mayoría y algunas de ellas serían comidas por animales a los que lo mismo les da comer una cosa que otra.
A veces pienso que cuando me acerco al peral y lo miro cargado de frutos rebosa satisfacción. Como si dijera: me has cuidado todo el año y ahora te ofrezco esto, para que disfrutes. Tomo una pera y me dispongo a comérmela delante de él, para que vea cuánto me gusta. La manoseo, porque me gusta el contacto con su piel, la miro, tiene un color precioso. El peral sabe que yo distingo una pera de otra y que cada una ofrece un matiz diferente en su sabor. Me como despacio la pera que tengo en las manos y al acabarla selecciono otra, para comérmela también.
El peral y yo congeniamos.

viernes, 28 de diciembre de 2012

La tribu

Los hay que son incapaces de navegar por el mar de la duda. Hay que reconocer que es difícil. Se trata de navegar por un, a menudo, embravecido mar sobre una rudimentaria balsa de troncos. Esta pobre embarcación no ayuda a hacer amigos. Pero hay que recordar que la duda ofrece ventajas insoslayables. Por ejemplo, para hacer cualquier mal a otra persona hay que procurarse algunas certezas; de otro modo es imposible. Quien navega en la duda, aunque con respecto a alguien no le quepa ninguna duda, duda.
Quienes no se atreven a dudar no tienen más remedio que ingresar en una tribu. No hay otra opción. La tribu ofrece certezas en las que uno se puede apoyar, y hasta esconder si se da la necesidad. Las tribus ofrecen una serie de ventajas que algunos son incapaces de rechazar.
Las hay sofisticadas que sus miembros parecen dandis, y en sus perfectas vestiduras no se puede encontrar ni una mota de polvo. Si se venden, y puesto que no son capaces de ir en la balsa de la duda tampoco cabe pensar que sepan rechazar un soborno, dicen que lo hacen por cantidades millonarias. No es cierto. Quien se vende por un billón, puesto en situación extrema, también lo hace por un céntimo.
Otras tribus son más bastas. Lo suyo es el poder, el que tengan, y la jactancia. Se jactan de su pertenencia a la tribu y ésta les importa más que la justicia, la nobleza de carácter, o cualquier otra cosa que les merezca simpatía. Porque sí que les gusta la justicia, o eso dicen, pero primero está la tribu.
En realidad, el tribalismo está extendido por todo el mundo, y son pocos los que con grandes esfuerzos logran escapar de él y subirse a una balsa. El sentimiento tribal es el germen de los nacionalismos y en este momento crucial de la humanidad, en el que tantas cosas están cambiando, es urgente que lo abandone cuanta más gente mejor, para que los cambios de la humanidad no sean a peor.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Experiencias cercanas a la muerte



Todo es energía, incluida la materia



Experiencias cercanas a la muerte

“El cuerpo es una máquina en la que toda parte suya cumple una función específica. En esta máquina, es el cerebro la pieza que sostiene toda función cognitiva e intelectual. Por eso, en el momento en que el cuerpo deja de respirar, el corazón para de latir y toda actividad cerebral se detiene, la «consciencia» desaparece.”
Este argumento es lógico pero... ¿es verdadera su conclusión? No necesariamente. En él está implícita una afirmación que no es trivial: “La mente es consecuencia exclusiva de la actividad cerebral.” ¿Es posible que la mente no sea exclusivamente el producto del funcionamiento de nuestro cerebro sino que sea en realidad el resultado de varios elementos de entre los cuales uno de ellos sea él? ¿Es posible que la mente o parte de ella pueda existir fuera del cuerpo? Hay evidencias que sugieren que esto es así: pacientes en hospitales que recuerdan haber tenido vivencias que han sucedido cuando habían entrado en parada cardio-respiratoria, su cerebro estaba totalmente parado (ausencia de actividad eléctrica) y que las relatan después de haber logrado ser reanimados, apuntan a esta dirección.

¿Qué es la mente? ¿Cuáles son las funciones del cerebro? ¿Quiénes somos? ¿Cómo somos? ¿Qué es la vida?

1. Entrevista a José Miguel Gaona (psiquiatra)


2. Documental “Estuve muerto” emitido en el pretigioso programa de Televisión Española “Documentos TV”


3. El testimonio de un sacerdote que ha tenido una “experiencia cercana a la muerte”




Lecturas recomendadas:

Vida después de la vida
Raymond Moody
Edaf, 1995, ISBN 9788441402119

Al otro lado del túnel
José Miguel Gaona
La esfera de los libros, 2012, ISBN 9788499702643

sábado, 15 de diciembre de 2012

Tiempo de milagros

Antes de que derribaran una fincas ruinosas, para construir en sus solares hermosos edificios, sus okupas se sentaban en hilera, en sillas de enea pegadas a la pared, y uno a uno exigían a los viandantes que transitaban por la acera en la que estaban que les dijeran la hora. No es que pudieran decir la hora que les pasaba por los cojones, sino que tenían que decir la hora varias veces por cojones.
En cierta ocasión, cuando en sábado o en domingo transitaba yo por una calle de un barrio humilde, en horas cercanas al medio día y época primaveral o veraniega, apareció en el balcón de un primer piso un joven en calzoncillos preguntando la hora a quienes íbamos por la calle. En este caso era obvio que se trataba de una necesidad. Pero fue bueno saber que el joven tenía casa. Y calzoncillos.
He recordado todo esto porque recientemente un retórico ha escrito que el tiempo no existe y que debería estar guardado en esa caja de Pandora que algún imprudente abrió.
De la misma opinión deben de ser algunos contemporáneos que llevan reloj en la muñeca, pero sólo para que la gente vea que tienen. Llegan tarde a todos los sitios y debe de haber gente que se lo aguanta, porque de lo contrario no podrían ser tan fieles a este modo de pensar.
Existen lugares en el mundo en los que lo mismo da un día que un año y al ver lo sujetos que vivimos algunos al reloj sonríen y aprovechan eso en beneficio suyo en sus tratos con nosotros.
Además, he visto por la calle un culo todavía bonito, pero que el tiempo, irremediablemente, convertirá en una mesa camilla. La cuestión que subyace es la siguiente: Una cosa que no existe puede hacer milagros de gran calibre.