martes, 30 de abril de 2013

El querer o el deber

El dilema que se presenta cuando se desea hacer lo contrario de lo que se debe es más frecuente de lo que parece en un principio. Quizá no sea aventurado decir que la mayor parte de la gente opta siempre o casi siempre por lo que desea hacer.
Otra cosa es que lo reconozca, porque lo habitual es que quien toma una decisión se provee de un arsenal de argumentos a favor. Algunos, ni eso. Y quizá esto último sea lo más honrado. Buscar argumentos en pro de alguna cosa no es un ejercicio muy honrado que digamos. Lo correcto sería indagar acerca de la solución, no elegir primero la solución y buscar luego los caminos que conducen a ella. O sea, lo característico es hacer lo que se quiere y convencerse después de que se ha hecho lo que se debe. El autoengaño es una característica humana de uso frecuente.
Si convenimos en que el poder consiste en hacer lo que uno quiere y la autoridad en ceñirse a lo que es debido, se entiende claramente eso de que el poder tiende a corromper. Cuando uno ejerce la autoridad ocurre que tiene poder sobre sí mismo, puesto que es capaz de resistir la tentación y hacer lo que le corresponde.
A veces, la pugna entre el deber y el deseo es cruel. Puede darse el caso de que esté implicada alguna persona querida, como ocurrió en el caso de Guzmán el Bueno.
Y en estos tiempos en que se rinde culto al poder convendría rescatar a la autoridad, que sólo se puede conseguir mediante el esfuerzo y el mérito.
Se entiende claramente que es más fácil y más divertido perseguir el poder, pero resultan mucho más útiles a la sociedad quienes optan por la autoridad. Y estropean menos cosas.

martes, 23 de abril de 2013

Los que aparentan

Vivir también consiste en ir sorteando obstáculos y peligros. Por ejemplo, de todos es sabido que hay personas que disfrutan metiendo el dedo en el ojo a quien pueden. Y se ríen mucho cuando lo hacen. Eso obliga a salir a la calle con los ojos protegidos; y no sólo eso, sino que además hay que entrenar la cintura y los reflejos, para tratar de esquivar el golpe cuando llega, porque a veces la protección ocular no es suficiente.
También hay que esquivar a los “buenos”. Esos son los que cumplen los requisitos que debe cumplir la gente “buena”. Unos se consideran buenos porque van a misa, otros porque son de izquierdas, o porque siendo ricos se han apuntado a un sindicato, o porque siendo más ricos aún hacen escrache en favor de los pobres (ojo, no les ayudan a pagar la hipoteca), o porque son de derchas, o porque han abrazado algún credo religioso, o por cualquier otro motivo similar que les induzca a pensar que deberían darles el carnet de “buenos” si lo hubiera. Quienes tienen esa tendencia a considerarse “buenos” por esos motivos tan pintorescos se dedican luego a indentificar y perseguir a los “malos”. En este menester no es raro que busquen ayuda o que hagan batidas en grupo, en sentido metafórico. Cuando localizan a uno le infligen todo el castigo que pueden. Del ostracismo hacia arriba.
Otros a los que se puede considerar como de armas tomar son los aparentes. Dicen banalidades, pero la gracia está en el tono con que las dicen y los envoltorios con los que las maquillan. Si el discurso es oral, no cabe descartar que engolen la voz, lo que añade un plus a sus pretensiones. Los que buscan aparentar se reconocen entre ellos. Cuidan mucho las formas y los modales, se ciñen a lo políticamente correcto y, por supuesto, nunca se salen del carril. Por supuesto que consideran una horterada que alguien busque algo que sea realmente bueno, no que sólo aparente serlo. ¿Y cómo hay que cuidarse de éstos? Cuando uno viene a darse cuenta de lo que son ya es tarde. Ellos ya han tomado notas y se disponen a practicar el deporte que más les gusta, que es la crítica feroz.

martes, 9 de abril de 2013

FRANCISCO, EL ALEPH


Francisco Javier Guardiola


Jorge Luis Borges publicó el cuento El Aleph hace sesenta y cuatro años, cuando Bergoglio todavía era Jorgito, seguramente un adolescente que oscilaba entre el corto y el largo de sus pantalones. Desde la tarde del 13 de marzo último solo hemos leído y escuchado palabras que se relacionan con la elección del nuevo papa. Desde entonces, no hemos parado de ver su imagen en todos los programas de TV y no hemos dejado de hablar del tema. Creo que en algún momento de la noche –en alguna de estas noches pasadas- hasta lo hemos soñado. Diría que la información ha sido, por momentos, excesiva, profusa, casi promiscua, a veces pueril, y otras, una información sensata o simplemente honda, íntima y profunda. Hoy me desperté con una idea, o mejor aún, hoy una idea me despertó. De golpe, en medio de tanto sonido que no era ruido, apareció en mi memoria el cuento de JLB al que hice referencia al principio: El Aleph, voz que designa a la primera letra del alfabeto arameo, que es el idioma en el que hablaba Cristo, y el idioma con el cual, en general se comunicaron en la antigüedad mesopotámicos, asirios, caldeos, babilonios, medos y persas, hasta la expansión del griego y luego del latín. Un Aleph –a decir de Borges- es “…uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos…” o “… el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos…”. La impresión que el Aleph causa en quien lo ve: “…he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo…” Es inevitable, no puedo dejar de pensar en el papa Francisco como un Aleph similar al que Borges vio alguna vez, en un sótano de la vieja casa inveterada de calle Garay donde vivía Carlos Argentino Deneri, el primo hermano de Beatriz Viterbo. 
El blanco es un color que reúne bajo la prueba del disco de Newton, a todos los colores primarios. Digamos que es una suma de colores. Y el color es luz, siendo el blanco luz en plenitud. Como la idea del Aleph, el blanco que usan los papas, pero sobre todo éste, también fue una idea que me despertó, por lo que me resultó igualmente inevitable pensar que ese Aleph debía ser de color blanco.
En estricto sentido interpretativo, el cristianismo en sus inicios, no debía formar parte de la historia, “… mi reino no es de este mundo”, dice su fundador, a quien no le importan ni la política, ni la economía ni el patriotismo, sino tan solo las almas de todos y su salvación en una vida supraterrenal. Llegaron los mártires, con los leones y las persecuciones sobre aquellos primeros cristianos que vivían en comunidad. Recién con la romanización de los cristianos y la cristianización de los romanos, después de Constantino, entra definitivamente el cristianismo en la historia a través de su controvertido plexo normativo al que llamaremos Derecho Canónico. Así nacía una concepción mundana y social del Cristianismo, con todo el sincretismo y su mímesis con la consecuente y exagerada permeabilidad para recibir la influencia de otros credos, incluidos los más paganos: toda la mitología antigua, la celta y la de los pueblos precolombinos se fundió en la mitología cristiana. La Iglesia quiso y por momentos lo logró, apoderarse de la historia, y así, de todo lo humano y de todo el mundo divino que ha creado el ser humano. Las Cruzadas, los tormentos, las herejías, la venta de indulgencias, la Inquisición, una veintena de Concilios –el primero había sido el de Jerusalén en el año 49 que abrió las puertas al mundo gentil- y todos los cismas, la Reforma y su queja, la Contrarreforma. Un día surgieron los Jesuitas –la orden religiosa de donde proviene el nuevo Jefe de la Iglesia- hablando del reinado social de Jesucristo en la Tierra, de la necesidad de tener el poder y de la razón entrometiéndose en la fe. Llegó la Doctrina Social de la Iglesia, el Ecumenismo, la Teología de la Liberación, Lefevre y sus huestes tradicionalistas, y en el medio de todo, como si no existieran contradicciones, como si el yin y el yang no estuvieran presentes, la corrupción sexual y los negocios poco claros del Vaticano. Es que el Aleph lo contiene todo. Contiene todas las miradas de todos, que por definición, siempre son diferentes: el clamor popular y los vivas al nuevo papa sin más refutación, solo por profesión de fe; las diatribas de Verbitsky, la pléyade de iconoclastas que prácticamente vincularon a Bergolio con la dictadura y a los que solo les faltó decir que el cura había sido un genocida; o la mirada que dice que “vino para destruir al populismo de los pobres en Latinoamérica, como lo hizo el Wojtyla con la Europa Oriental”; los que lo tildan de tercermundista solo por tener esa manía de ayudar a los curas villeros mientras fue Arzobispo de Buenos Aires, o por su amistad con los rabinos que defienden el matrimonio igualitario y que prologaron alguno de sus libros. Pero el Aleph está lejos de completarse, para ello harían falta infinitas palabras. Yo solo alcancé a ver las ideas que consigné antes y algunas otras imágenes claras, a través del microscopio que me agranda lo pequeño o del telescopio que me trae lo que me es lejano: San Francisco de Asís, el amor a los pájaros, la naturaleza toda como sujeto de salvación, el conservadurismo doctrinario, otra vez Verbitsky o Hebe o Feinmann o simplemente Cristina, la lucha contra la trata de personas, los pobres, una Iglesia pobre, el suave desdén hacia algunos protocolos, otra vez Latinoamérica, África, zapatos gastados, San Lorenzo de Almagro. El Alpeh contiene todas las imágenes, sonidos y fonemas, y entre éstos últimos, escuché también que el mismo Aleph ya consagrado papa, pronunciaba la palabra “Espíritu Santo”. Ví también los número 266, el número de papa que le corresponde en la historia, y ví los números 115 y 90 o 91, los números de los cardenales que lo eligieron. Vi a los pastores de todas las religiones, vi presidentes y príncipes de todas partes. Pude ver el cambio sin revolución, y pude ver el Documento Conclusivo –el libro que le regaló a Cristina Fernández- del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) del año 2007. Del Aleph salían también sonidos de esperanza compartida por los creyentes de todos los lugares. Y salían voces que clamaban por más igualdad y más libertad para todos.
Quién puede saberlo, quizás yo nunca vi nada en realidad, y lo único que pude ver no han sido más que mis propios temores y mis deseos, y entre éstos últimos, tal vez oí en ese Aleph de color blanco, en esta especie de otro Big Bang, mi propia voz escéptica y atea deseándole a Francisco “el Aleph”, con los ojos cerrados y casi rezando, toda la suerte del mundo.



F.J.G.

martes, 2 de abril de 2013

No se ha hecho la miel para la boca del burro

Es sabido que para poder apreciar algo hay que haber cultivado antes esa aptitud. No disfruta lo mismo un cuadro alguien que tenga nociones de arte que otro que jamás se haya interesado por él.
La mejor obra de arte que se puede encontrar es el ser humano. Obviamente, para poder apreciarlo, hay que haberse interesado antes por este asunto, no por conocerlo como persona, sino como obra de arte. Es muy difícil llegar a conocer bien a otra persona, puesto que cuando alguien, quizá acuciado por las circunstancias, hace algo que se sale de lo común, por lo heroico, o desprendido, es el primero en sorprenderse de su acto. De modo que esa capacidad ajena hay que adivinarla, si se puede. En el caso de que se refiera a uno mismo, hay que desearla.
Son muchos los que repiten eso de que el ser humano es un fin en sí mismo y no un medio. Y, sin embargo, se ha puesto de moda decir: “me aportas mucho”, “no me aportas nada”, demostrando de este modo que consideran al otro como un medio. Ese comportamiento es propio de patanes, aunque a menudo lo llevan a cabo personas muy ilustradas.
Es muy difícil valorar a alguien. Ahora todo el mundo dice que Einstein fue un genio, pero en su momento algunos de sus profesores lo catalogaron como torpe o muy torpe; incluso familiares suyos pensaban así. Conocí a un sacristán al que se menospreciaba en su entorno laboral; fue capaz, en contra de lo que aconsejaba la prudencia, de armarse con una silla y acometer a un atracador más joven y más fuerte, que iba armado con una descomunal navaja. Con buen criterio, optó por irse, porque el asesinato no le proporcionaba nada.
Hay personas a las que se les nota que tienden a la mezquindad, o sea, ellas mismas renuncian a su posible grandeza. Quizá sean éstas las que tienen más costumbre de tratar al prójimo según la “utilidad” que se espera de él. Viene a ser lo mismo que dar la misma importancia al aroma de un buen vino que a la ventosidad de un jumento.