jueves, 28 de noviembre de 2013

Una visita al IVAM

El Instituto Valenciano de Arte Moderno es un museo que ennoblece a la ciudad de Valencia y sus habitantes, sobre todo a quienes lo visitan con regularidad. Merece la pena hacerlo, puesto que cuenta con un equipo de estupendos profesionales que sabe montar unas exposiciones muy interesantes y dignas de ver.
He estado hoy y aunque no disponía de tiempo para todo, sí he visto bastante. No he visitado la exposición permanente de Miquel Navarro, que ya había visto, es magnífica y conviene verla en varias sesiones.
En la primera planta se puede ver El discurso del método, del portugués Pedro Valdez Cardoso. Es una serie de collages relativos a la culpabilidad.
En una de las salas de la segunda planta se puede gozar con Té con Nefertiti, comisariada por Till Fellrath y Sam Bardaouil. La muestra recoge a 26 artistas contemporáneos. Es difícil no quedarse atrapado en la contemplación de las obras que la componen. La tesis consiste en mostrar que el arte se puede utilizar para crear imágenes de culturas. Una obra de arte expuesta en un museo, en un contexto diferente al de su creación, añade significados a los que ya tenía. Considero apropiado copiar unas palabras del folleto: “(el arte) podría convertirse en un potente agente de apropiación del pasado, para controlar el presente e incluso dictar el futuro.” Decididamente, es inquietante la cuestión y merece la pena estar informado y saber qué cosas se pueden hacer.
En otra sala de esta segunda planta se puede admirar una estupenda colección de Rafael Canogar. Al acceder, el visitante se encuentra con una foto del artista, de mirada amable y penetrante, y al lado un texto explicativo. Los cuadros que hay son de cuatro metros cuadros por término medio, y su belleza es indudable. Son de una sencillez elegante. Resulta de más decir que lograr la sencillez puede ser muy trabajoso.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Quejarse es de bellacos

Le he leído a Manuel Alcántara que quejarse es de bellacos y no sirve para nada. Y estoy de acuerdo con él. Me encantan esas personas que no buscan acaparar ningún protagonismo, sino que se empeñan en que los demás estén a gusto. Obviamente, yo debería aprender de ellas. Me gustaría ser de ese modo.
Hay seres que de una forma callada y buscando pasar inadvertidos ejercen, sin saberlo, su influencia sobre los demás. La suya es una elegancia espiritual que les trasciende necesariamente e impregna a quienes les tratan. Es imposible, no obstante, llegar a esa perfección suya, pero todos los que están en su entorno mejoran en alguna medida. Si fueran conscientes de ello -si fuéramos-, tratarían de consolidar y aumentar dicha mejora. Me temo que muchas veces al desaparecer quien ejerce el influjo quienes se nutrían de él, en su mayor parte, lo pierden todo. Como si les costara conseguir esa bondad por sí mismos.
No es cierto que en otros tiempos hubiera gente más elegante, puesto que estas personas han escaseado siempre, y cuando están, en donde están pasan desapercibidas para la mayoría. Claro que hoy, con las facilidades que hay para acceder, aunque sea de forma efímera, al primer plano, los más brutos hacen todo el ruido que pueden para lograrlo, y encima logran el aplauso y la atención de muchos.
Tampoco hay que olvidar a quienes no son capaces de darse cuenta por sí mismos y esperan a ser ilustrados por otros. ¿Quién leería hoy a Cervantes si no fuera porque hay una gran cantidad de expertos que lo alaba?
Al final, la cuestión consiste en que esta clase de personas suele ser poco aplaudida, su contribución al bienestar de la sociedad no es desdeñable, por lo que, aunque sea difícil lograr la excelencia en este campo, no está de más intentarlo.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

En Valencia, los malos parecen buenos

Pueden perpetrar maldades, como puñaladas traperas a traición, que ellos ni siquiera perciben como tales, y en última instancia, y sólo si se ven obligados, las pueden reconocer como maldades pequeñitas. Estas cosas no sólo ocurren en Valencia, sino también en Alicante, Madrid, Jaén y, en definitiva, en la mayoría de los lugares.
Aunque esta realidad remita, muy acertadamente, a pensar en la banalidad del mal, en el sentido de que las personas normales y corrientes llevan a cabo acciones reprobables de forma inconsciente, la parte positiva de la cuestión es que, al ser oficialmente buenas personas, se puede tratar con ellas de forma civilizada. Basta con dar por hecho que las personas banales hacen el mal de forma banal e incluso algunas disfrutan con el sufrimiento ajeno, sin que esto les perturbe emocionalmente, puesto que su banalidad les permite procurarse coartadas banales que les permiten reconciliarse consigo mismo en su banalidad.
En el País Vasco, en cambio, las cosas son diferentes. No se puede aceptar como buenas personas a los simpatizantes de Bildu, Amaiur y similares. Hay que partir de la base de que todos ellos son unos canallas. Ser simpatizante de un partido de estos es como dar una patada en toda la boca a las víctimas del terrorismo, algo que ni tan siquiera se pueden consentir quienes se conforman con parecer buenas personas. Las víctimas de Eta no tienen ninguna culpa, por lo que despreciarlas es un acto horrendo, indigno de seres humanos.
Hay que imaginarse, además, la situación de Pilar Elías. Su historia, todavía es desconocida por muchos. Ramón Baglietto salvó la vida a Cándido Azpiazu cuando éste era un niño. Azpiazu agradeció el favor 18 años más tarde asesinando a Baglietto, de la forma en que suelen hacerlo los etarras. Azpiazu fue a la cárcel y salió, porque las leyes españolas son así de complacientes, y al salir pidió un préstamo a un banco español, que se lo concedió, y montó una cristalería en los bajos de la casa en la que vive Pilar Elías, la viuda de Ramón Baglietto. Los habitantes del pueblo no quieren problemas y cuando se cruzan con Pilar Elías giran la cara para no saludarla, no vaya a ser que los vea algún etarra. En cambio, saludan efusivamente al asesino y le compran cristales. Eso es el mal, sin disimulos ni componendas.

sábado, 9 de noviembre de 2013

Lo que nos llevamos

Hay una película de la cual sólo recuerdo una escena. El protagonista está haciendo lo que debería ser un soliloquio, pero no lo es, puesto que habla con su asistente. Está eufórico, porque ha firmado un contrato a raíz del cual le va a llegar la gloria. Y esta es la palabra que recuerdo, la gloria, y la voz masculina que la pronuncia, con énfasis. Se me escapa, sin embargo, el sexo de su asistente, y es que para mí esto era secundario. También recuerdo que cuando veía la película me puse en el lugar del asistente. Su cometido consistía en asentir, sonreír y callar. Pero, ¿qué pensaría? Creo que el protagonista era cantante y, evidentemente, pienso que toda esa alegría debió guardarla para sí. Claro que la película, a lo mejor, necesitaba de esas cosas para que el espectador se entere de lo que ocurre.
El caso es que por esa vía llego a la envidia, que es un sentimiento que hay que reprimir si surge. Ocurre que algunos lo provocan de forma inconsciente, como el sería el caso del protagonista de esa película, y otros lo hacen adrede, porque la envidia de los demás les da poder sobre quienes la tienen.
Hay gente que combate la envidia de forma pedestre. Si el fulano canta bien, se le busca algún defecto compensatorio. En realidad, es muy fácil desechar este sentimiento tan nocivo. Basta con comprender que algunos nacen con facultades extraordinarias, pero lo realmente importante de una persona no es lo que se ve de ella, sino lo que queda oculto, muchas veces incluso para el propio interesado. En el cine también ejemplos sobre el particular. Alguien apocado y aparentemente sin arrestos puede darse el caso de sea capaz de afrontar lo que nadie osa. Y en el caso contrario, los más aplaudidos y que más creído se lo tienen pueden caer en la traición más aberrante en un momento de apuro.
Lo que realmente vale de cada uno es lo que nos llevamos al otro mundo, al llegar la hora.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Tras la muerte de Manolo Escobar

Cuando murió este cantante que marcó una época leí bastantes artículos referentes a su persona. Si no recuerdo mal, todos sus autores comenzaban diciendo que no les gustaba su estilo y a continuación pasaban a contar alguna peculiaridad de su persona de la que eran conocedores.
De todo esto di en pensar que él convivían el personaje y la persona y que había alguna diferencia entre ambas facetas. Así que fui a ver la Wikipedia, que en aquellas cosas en las que no intervienen los nacionalistas da una información bastante fiable. Y aquí me encontré con una gran sorpresa: Tres meses después de conocerla, se casó con Anita Marx, sin que ninguno de los dos conociera el idioma del otro. Y este matrimonio ha durado hasta que ha muerto él, 53 años después de la boda.
Este detalle habla muy bien de ambos. Han de ser muy buenas personas los dos para poder hacer algo así. Podía presumirse que dos personas tan inteligentes como para entender el lenguaje de los ojos tendrían inquietudes culturales y también eso lo corroboraban quienes les conocieron.
Queda la cuestión de las canciones. Las que cantaba no encajaban con el personaje que debió ser en la vida real, tan culto, sensible y delicado. Pero el personaje que subía a los escenarios no escribía sus canciones. Lo hacían otros y probablemente se acomodaban a lo que el público quería. De modo que ese personaje, en realidad, no era Manolo Escobar, sino que era el retrato de buena parte de la sociedad española. Pero estas cosas también se dan en otros ámbitos de la vida, como la pintura o la literatura. De la política más vale no hablar, porque en este caso ocurre también la manipulación.
En cualquier caso, gusten más sus canciones o gusten menos, hay que reconocer que cantaba bien y que transmitía optimismo, cosa que hizo hasta el final de sus días. Particularmente, creo que lo más llamativo de su vida que es la historia de su amor.
Resulta muy agradable indagar en la vida de las personas admirables. Y ahora cabe desearles toda la suerte del mundo a Anita, su viuda, y a Vanessa, su hija.
El dibujo es de Rocko