jueves, 18 de diciembre de 2014

Paisajes humanos

Hice uno de los recorridos largos en metro. A la ida, viajé casi todo el tiempo de pie, pese a que habían asientos vacíos. Hacia el final, cuando ya era obvio que no iban a ser ocupados en totalidad los que quedaban me senté.
Por la zona en que estaba abundaban las mujeres y todas estaban ocupadas con sus móviles. Como si aprovecharan el tiempo. La vida contemplativa se ha acabado. Los paisajes no interesaban a nadie, quizá porque se los conocen de memoria.
En mi destino tenía dos puntos de referencia: la iglesia y el cementerio. Al llegar al pueblo, tras un breve paseo desde la parada del metro, vi a una gitana ya entrada en años que limpiaba su casa y le pregunté. Me respondió:
- Hay dos iglesias, pero no sabemos donde está el muerto.
No la supe entender y le dije:
- Tal vez el muerto sea yo y no lo sepa.
Ella sonrió e hizo un gesto, como apartando a la muerte, y en ese momento comenzaron a sonar las campanas de la iglesia tocando a muerto.
- ¡Aquí es, aquí es!, dijo ella.
Intuitivamente, me fui en busca de la otra iglesia, tras despedirme de ella. No encontraba el lugar y le pregunté a un señor que pasaba. Por el acento me di cuenta de que se trataba de un inmigrante; conocía el pueblo, pero no sus entrañas. Un poco más adelante di con un aborigen que supo marcarme el lugar exacto.
A la vuelta tuve suerte. Medio minuto después de mí llegó el metro. Iban muy pocos asientos ocupados, así que me senté. A mí izquierda, dejando una plaza vacía en el medio, un treintañero con un móvil. Frente a mí, un señor que tenía una bicicleta plegada, sujeta con la cadena antirrobos al poste del vagón. A pesar de la cadena, la sujetaba con la mano. Sobre las piernas tenía un portátil, en el que escribía con la derecha. Dos o tres veces quitó la mano de la bicicleta para telefonear a un cliente. A su derecha, dejando una plaza vacía, iba otro treintañero, que a juzgar por su vestimenta no conoce las penurias económicas; escribía frenéticamente en el móvil, mientras no menos frenéticamente daba cuenta de una buena loncha bastante gruesa de jamón y un trozo de pan. De cuando en cuando miraba dentro de la bolsa de plástico para ver cuanto jamón le quedaba. El pan se lo acabó mucho antes. Atacaba el manjar con saña y masticaba con la boca abierta, disfrutando mucho. Pensé que cuando se acabara el jamón se comería el móvil. Me equivoqué. Se metió el dedo en la boca y se repasó toda la dentadura con él, todo ello sin dejar de prestar atención al móvil. Entre ellos dos se sentó una cuarentona que bebía una lata en la que ponía Zero. Inmediatamente se sintió atraída por lo que escribía el otro en el portátil, y en ningún momento dejó de prestar atención a eso. En la plaza libre que había a mi lado se sentó un señor que ocupaba por lo menos dos plazas. Al levantarse varias paradas después, miré al de la izquierda y allí estaba, pegado a su poste, como yo al mío, sin dejar de escribir en el móvil. Junto a la puerta, un tipo muy alto, que vestía una prenda de esas con capucha con el número 85 en el pecho. ¿85 qué?, pensé. Hablaba con una joven cuyos ojos quedaban justamente a la altura de ese número.

jueves, 11 de diciembre de 2014

Los malos

A nadie se le escapa que las etiquetas 'buena persona' y 'mala persona' se cuelgan, por lo general, de forma subjetiva e interesada. De hecho, es frecuente que las citadas etiquetas cambien y quien antes era tenido por buena persona puede pasar a ser considerado de la forma opuesta en función de los intereses de quién emite el veredicto.
Parecería que no hay una forma objetiva de saber quién es buena persona y quién no. Pero ocurre que sí que la hay. Cuando a la hora de perpetrar una injuria, quien se dispone a hacerlo calcula la capacidad de respuesta de su adversario y al advertir que las posibilidades de éste son escasas o nulas y por ello pasa a la acción es mala persona. Es decir, quienes creen en la impunidad son malas personas. Una buena persona no puede sentirse a gusto después de haber cometido una fechoría, grande, pequeña o mediana. No cree en la impunidad. Las malas personas no sólo están tranquilas después de haber hecho el mal (tengo la conciencia muy tranquila, pueden decir), sino que incluso es posible que disfruten al ver o imaginar el dolor de su víctima.
Goethe decía que la más cruel de las venganzas consiste precisamente en no vengarse, de modo que ya se va viendo que pensaba que la impunidad no existe. De forma parecida opinaron Baltasar Gracián, Sócrates, Epicteto, Marco Aurelio y Cervantes, entre otros. Pero su forma de razonar no es la misma que la de los malos, a los que las consecuencias que, según estos pensadores, se derivarían de sus actos no les preocupan demasiado.
La amistad con los malos resulta inquietante, puesto que en cualquier momento, a causa de sus pasiones (envidias, celos,...), o cálculos interesados pueden romperla, para lo cual son capaces de encontrar excusas, e incluso causar perjuicio.