sábado, 28 de enero de 2017

Texto de Toni Solano

PRESENTACIÓN DE YO ESTOY LOCO, DE VICENTE TORRES
LLIBRERIA BABEL -CASTELLÓ DE LA PLANA-
7 de noviembre de 2016

Hablar de Vicente Torres es hablar de un amigo, así que nadie espere en esta tertulia nada parecido a la crítica literaria, porque, a pesar de mi condición de filólogo, no vengo a ejercer de inquisidor o de apologeta, sino más bien de compañero de charlas y de lecturas. En este sentido, Vicente se presta a la perfección a ambas cosas, pues es tan gran lector como buen tertuliano. Casi doce años llevamos compartiendo numerosas charlas en distintos foros, virtuales en la mayor parte de las ocasiones, ya que la distancia nos mantiene alejados. Doce años en los que hemos coincidido y en los que hemos discrepado, porque Vicente es gran discutidor, firme en sus argumentos pero estricto cumplidor de la etiqueta que rige cualquier debate que se precie de serlo.

No voy a ser prolijo reseñando la trayectoria de este autor, que ha escrito en los últimos tiempos tres libros que cualquiera de ustedes puede encontrar en las librerías valencianas: es coautor de 1978. El año en que España cambió de piel y autor de Valencia, su Mercado Central y otras debilidades y Yo estoy loco. Ha participado en el libro de relatos Tus colores son los míos, en el libro de Arte Enrique Senís-Oliver y en el libro colectivo Palabras para Ashraf. Fue crítico literario en Las Provincias y en Periodista Digital, donde sigue actualmente. En este mismo medio tiene otro blog en el que comenta noticias de actualidad. También participa en el blog Vientos de las dos orillas e Informa Valencia. Conviene destacar que tiene ya a punto de distribuirse en librerías Diario de un escritor naíf y en preparación El Parotet y otros asuntos en el que se atreve con la crítica de obras de arte. Por último, aunque no tenga nada que ver, le gusta decir que es donante de sangre y de médula ósea, algo que lo hace aún más digno de admiración y respeto.

En todos estos libros que ya ha publicado, el diálogo es un elemento nuclear. En sus páginas se conversa mucho y muy bien, y entre líneas se intuye con mayor o menor relieve el fondo argumentativo de un escritor que se ha forjado en el periodismo, un escritor que sabe bien de lo que habla y que nunca permanece neutral, como parece ser ahora lo políticamente correcto. Sin embargo, Yo estoy loco, el libro que hoy presentamos aquí, parece, a primera vista, el menos político de sus libros, una novela de personaje, una ficción de introspección casi psicológica que podría hacernos pensar que su autor lo ha intercalado en su producción como descanso de ese discurso argumentativo que mantiene en otras obras y en las redes sociales. Pero a medida que uno avanza en su lectura, se encuentra de nuevo retazos de política, de filosofía, de psicología, de religión… de todo ese universo de Vicente Torres que aflora diseminado por los distintos personajes que pueblan esta ficción.

No voy a desvelar nada importante de la trama, nada de spoilers, como dirían los jóvenes modernos, pero necesito repasar alguno de los elementos esenciales de esta novela para destacar la habilidad de Vicente a la hora de orquestar el discurso de los personajes hasta configurar un relato de caída y auge, de derrotas y victorias, no necesariamente en ese orden. El primero de esos elementos es, sin duda, el diálogo, ese gran rasgo del autor que ya he avanzado al inicio de esta charla. Yo estoy loco es una novela conversacional, un discurso de personajes que apenas necesita trama o intriga en la que sustentarse. Ya he mencionado que Vicente es gran tertuliano, lo que por fuerza se había de destilar en esta novela. Los personajes charlan y discuten, y en esa interlocución se van articulando distintas realidades que chocan o se funden, o ambas cosas a la vez. De hecho, podríamos decir que ese protagonista sin nombre es un personaje tejido por esas conversaciones que van formando su trama y urdimbre, como si la novela fuese un tapiz hecho de palabras.

El segundo elemento es la consistencia de algunos de los personajes secundarios, que adquieren en ocasiones un valor arquetípico, casi mítico, sin perder la personalidad única que desempeñan en la novela. Hablamos de Celia, una especie de Ariadna que va guiando al protagonista por su propio laberinto interior. Hablamos de Veremundo, casi un padre putativo o un deus ex machina. Incluso hablamos de Romuá, ese engreído que sirve de contrapunto al modesto protagonista.

Como dijimos, Vicente Torres aprovecha esos diálogos para hablar de política o religión, de filosofía o de ética. La idílica visión de un inmigrante cubano se convierte al llegar a España en una mirada cargada de extrañeza cuando descubre que el imperio de la democracia no ha acabado con la envidia, con la soberbia, con la mediocridad de las gentes. Tal vez ese protagonista desvalido pensaba saltar el muro y hallar el jardín de las Hespérides, el paraíso terrenal. Pero encuentra desprecio y humillación, por su condición de desterrado o por su condición sexual, qué más da. En este sentido, los personajes de nuevo tejen con sus diálogos un panorama poco agradable de nuestro país, o al menos de algunos sectores de nuestra sociedad que permanecen anclados a otros tiempos, a otras costumbres. No escapa nadie de ello: empresarios, trabajadores, gente mediocre o gente inteligente, pues queda claro en la novela que, a veces, la maldad es proporcional a la inteligencia. En este sentido, resulta llamativo ver a esos personajes de una asociación, ¿Mensa quizá?, comportándose como pequeños gamberros de barrio.

No quiero extenderme más en esta introducción, aunque quisiera mencionar por último algo acerca del título de la novela. Yo estoy loco apunta a la locura, locura del protagonista que se afirma con ese “yo” siempre redundante en castellano. Es un “yo” que busca su identidad a lo largo de la novela, un “yo” que ansía poder decir “soy” alguien. No obstante, el uso de “estoy” en lugar de “soy” apunta más bien a una transitoriedad, a un estado pasajero. Creo que deberíamos reflexionar acerca de ello, acerca de la locura transitoria de tantas y tantas personas que bajo la mirada de la gente “normal” parecen invadidos por la enajenación. ¿No estamos todos un poco locos? De hecho, ¿quiénes son los “normales”? ¿los perversos compañeros de trabajo del protagonista? ¿los que hacen daño a los débiles? ¿la sociedad hipócrita que predica unos valores mientras exhibe los contrarios? En ese sentido, “yo también estoy loco”. Gracias, Vicente, por recordármelo.



viernes, 20 de enero de 2017

Reflexiones sobre Dios

A estas alturas de la historia ya sabemos que Dios no es necesario para la formación del Universo, ni tampoco para ser buena persona, cuestión ésta que es independiente de tener fe o no tenerla.
Pero hay personas, o grupos de personas, que insisten, incluso con vehemencia, en dar carta de naturaleza a ese Dios que nadie ha visto, ni es probable que vea jamás, y me refiero a cosas que ocurren en países civilizados, no en esos otros en los que el fanatismo es la nota predominante.
También hay personas, o grupos de personas, que perseveran en lo contrario; o sea, en tratar de convencer a todo el mundo de que Dios no existe. Entre ellos los hay que consideran que los creyentes son unos burros, con perdón, y no es que lo crean, es que lo dicen.
Creo que lo educado es dejar que cada uno organice su vida como quiera, siempre y cuando lo haga respetando la legalidad, y dentro del hecho de organizar la propia vida está el de elegir si creer o no creer una cosa determinada. Nadie debería confiar la gestión de su propia existencia al criterio ajeno, entre otras cosas porque nadie puede estar seguro de nada. Pero quiero añadir dos reflexiones al asunto. Sé de personas nobles y buenas, a las que les horroriza perjudicar a otros, e incluso las hay que son capaces de correr riesgos por ayudar a quien está en apuros, que merecen que haya un Dios que los premie, porque no hay ninguna institución humana capaz de darles un premio que esté en consonancia con sus méritos.
E igualmente hay personas que persisten en intención de hacer daño a otras, porque está en su naturaleza; por supuesto que son diestras en procurarse coartadas, mediante las que a pesar de su maldad se creen buenas. Estas personas merecen que no haya Dios, porque si lo hubiera podría perdonarlas.

lunes, 2 de enero de 2017

La maldad en el cine

Explicó Julián Marías en su espacio de Blanco y Negro (que luego ocupó Jaime Siles), que los espectadores exigían a los héroes de las películas sacrificios y heroicidades que en modo alguno estaban dispuestos a llevar a cabo ellos mismos en sus vidas ordinarias.
Esta actitud se explicar a través de Sócrates, que demostró que el ser humano, en su fuero interno, distingue claramente el bien del mal. Otra cosa es que luego es que luego sea capaz de obrar en consecuencia.
Rafa Marí, en su artículo de hoy en Las Provincias, dice lo siguiente: «En la vida real nos repele la gente perversa. Cuanto más lejos, mejor. Pero en las películas nos atraen los seres malvados.». A primera vista, esto está en contradicción con lo afirmado por Julián Marías, pero una mirada más atenta nos revela que está íntimamente relacionado. Al contemplar a los malos del cine cualquiera, en comparación con ellos, se siente bueno. Proporciona un gran alivio poderse considerar buena persona. El cine es un gran proveedor de sueños.
Cierto personaje famoso me dijo, así, con gran energía: «que mire la wikipedia y verá quién soy yo». Tuve que armarme de valor para responderle: «¿y tú sabes quién eres. Te has preguntado alguna vez qué es lo que habrías hecho en caso de ser alemán y vivir en tiempo de los nazis?». Este personaje no me volverá a hablar en su vida. Todavía no sé por qué no me callé.
Si hay algo que salva al mundo es la necesidad de todo ser humano de creerse bueno. Incluso los etarras y sus cómplices se creen buenos. Cualquier malnacido se esfuerza en justificar sus crímenes y si no lo consiguiera no podría vivir. La maldad se adjudica a otros y una vez hecho esto no se les perdona. Por algo pone en algún sitio que el número de los tontos es infinito (se ha demostrado que no es en el Eclesiastés).