lunes, 31 de diciembre de 2018

Para 2019: el regalo de la amistad

Hace poco tuve noticia de algo bello: uno de mis amigos acompañó en un viaje de más de 200 km, a los que había que añadir los de vuelta, con otro amigo suyo únicamente para disfrutar del placer de hablar con él, puesto que se ven muy poco.
No es que mi amigo no tenga nada que hacer, sino que tiene todas las horas y todos los minutos del día ocupados, pero sabe que no hay nada como disfrutar de la amistad.
El ser humano necesita de los demás. Esto se ve claramente al pensar que todo el conocimiento que tenemos se lo debemos a nuestros antepasados.
Quizá sea cierto que por cada uno de esos momentos sublimes que depara la amistad haya que sufrir unas cuantas coces, a menudo inesperadas. Los hay que disfrutan dando coces, tanto que hasta las planifican. ¡Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen! Pero si uno se protege para no recibir esos golpes, o sea, se cierra en banda, también evita con ello los goces de la amistad.
Si bien se piensa, tener una auténtica amistad y poder gozar de ella merece todos los contratiempos que haya que sufrir. Porque se olvidan, mientras que el placer de la amistad perdura y proporciona relajamiento.
Quien conoce la amistad y la disfruta no da coces, puesto que no siente la necesidad de hacerlo, lo que procura es hacer crecer esa capacidad para sentir amistad y recibirla. Y siente compasión por quienes careciendo de ella intentan dañar al prójimo.
Conviene apuntar que los hay que solo acarician a los de su tribu, o secta, o facción, de modo que si alguno se sale de ella dejan de tratarlo. Eso no es amistad y, por tanto, no puede proporcionar ningún placer.
Mi deseo de fin de año es pues desearles el regalo de la amistad.

sábado, 8 de diciembre de 2018

Parábola de Matías y Salvador

Coincidieron en un paso de peatones, a la espera de que el semáforo se pusiera verde. Matías se giró y miró sin disimulo a Salvador. No fue una mirada franca, tampoco inquisitiva. Simplemente, lo reconoció y lo miró.
Durante mucho tiempo, Salvador estuvo bajo el imperio de Matías y no le fue bien. Matías tuvo mucho poder y se sirvió de todos los mecanismos a su alcance, no detectables por la ley o de muy difícil detección, para perjudicar a Salvador, que estuvo expuesto a padecer una depresión profunda, o una crisis severa de ansiedad, o sufrir un infarto de miocardio, o cualquier otra cosa que lo desestabilizara emocionalmente o dañara su salud de modo irreversible. Salvador tuvo la suerte de poder evitar todo eso, sin que tampoco pudiera explicarse cómo había sido posible. Matías, no obstante, no le hizo todo el daño que pudo, quizá porque pensaba que con el que le estaba haciendo era suficiente para aniquilarlo. Pero este detalle de que no le hacía todo el mal que podía le inducía a pensar que el otro debía estarle agradecido. Sin embargo, supo que Salvador lo despreciaba. No hizo falta que se lo demostrara, ni se lo dijera -habría sido loco si se lo hubiera dicho, le habría dado pie a que descargara sobre él toda su capacidad de hacer mal-, sino que, simplemente, lo sabía.
Ahora, parados ante el paso de peatones, las circunstancias habían cambiado. Salvador seguía viviendo en precario, aunque incólume, mientras que sobre Matías pendían graves acusaciones y, previsiblemente, recibiría una condena o más muy duras.
Matías, visiblemente desmejorado, y podía deducirse que su situación penal había influido fuertemente en su deterioro, miró a Salvador buscando en él algún regocijo o recóndita emoción al apreciar la situación en que se encontraba, lo cual le habría permitido despreciarlo y ratificarse en su conducta anterior hacia él. Nada de eso ocurrió. Salvador sintió pena al verlo tan mal y desvió la mirada evitando que trascendiera su compasión. Como si no lo hubiera visto nunca.

sábado, 1 de diciembre de 2018

Todo empezó con Simone Weil

La mística y filósofa lloró al tener noticia de una hambruna que tenía lugar en la lejana China.
Por nuestros lares abundan los fantoches de cartón piedra a quienes las repercusiones que sus actos, desprecios, traiciones o engaños, tienen en los demás, personas de su entorno por lo general, les importan un bledo, cuando no les alegran y celebran brindando con lo que tengan a mano.
Se parapetan tras su sonrisa cínica, hipócrita, sardónica o ratonil y tratan de aparentar una suficiencia de la que ellos mismos dudan.
Cuando pillan a un niño robando un mendrugo en Kolimá le echan un cubo de agua encima y lo dejan a la intemperie. Bastan unas pocas horas para que muera. La mayoría se complace con la idea de que ese lugar está muy lejos, sin caer en la cuenta de que si viviera en él, con las mismas condiciones de vida, actuaría igual. Como Simone Weil hay muy poca gente.
He visto competir para subir las escaleras más deprisa, para correr más rápido, para debatir mejor, para demostrar mayor caudal de conocimientos, para escribir o cantar mejor, para tener más resistencia debajo del agua, y para infinidad de cosas más. Espero que antes de que se acaben mis días pueda asistir a una competición para ver quién es mejor persona.
Tengo escrito que lo que más envidia genera es la bondad. Todo el mundo quiere creerse bueno. Incluso en caso de etarras como Otegui. Pero entre creerse y serlo hay un trecho grande. Esa es la asignatura pendiente. Molesta mucho a la mayoría encontrarse con una buena persona.
Lo que está deseando el personal, hablando en términos generales, es una excusa, una coartada, una insidia, una maledicencia, para volcar su furia contra alguien.
Hay muchos podemitas, o sea, que quieren el bien para sí y el mal para otros, que no saben que lo son y quizá ni siquiera votan a ese partido, pero lo abonan.