domingo, 15 de diciembre de 2019

Elegancia moral

Me gusta dar segundas, y aun terceras y cuartas oportunidades, mientras sea posible. Quizá sea porque soy consciente de mis imperfecciones, o acaso porque hace años leí un artículo de Pilar Cernuda en el que afirmaba que prefería un juez que se hubiera caído y luego levantado, que otro que jamás hubiera incurrido en falta, o tal vez sea porque creo que  Francisco Ayala acertó al escribir lo siguiente: «No veo yo incongruencia alguna entre la ternura de alma, honestidad, decoro y nobleza que trasunta cada palabra de Cervantes, y las «irregularidades» o aun la abyección que algunos le reprochan y en cuyo borde es seguro que estuvo, aunque también es seguro que no se despeñó en ellas: el tono de su voz nos lo declara. La templada blandura de su corazón, una astucia incansable en la lucha contra la miseria, contra el mal, lo preservaban de lo tenebroso. Nadie está libre de caer en un lodazal; pero hay quien, una vez caído, se encenaga hasta por soberbia (la soberbia satánica), y hay quien, sintiéndose limpio por dentro, procura no enfangarse sino lo indispensable, y jamás pierde la esperanza de nueva pureza», pero también tengo presente que las personas cutres son crueles por naturaleza y una vez que han decidido fusilar metafóricamente a alguien ya no dan su brazo a torcer.
No me refiero únicamente a esas que cuando explican algo lo hacen mediante lugares comunes y sin pasar de la periferia, dado que son incapaces de captar el meollo del asunto.
Conviene entender que se puede ser un cirujano infalible, o un arquitecto brillante, pongamos por caso, y ser cutre en las demás facetas de la personalidad. Tampoco me refiero exclusivamente a esos que retribuyen con calculada mezquindad los favores recibidos, ni de los que se ríen de las muestras de afecto que reciben, pues afectados por la ola de narcisismo que nos han traído los tiempos modernos interpretan a su manera todo lo que les ocurre.
Llegados a este punto ya conviene decir que la elegancia moral es una de las cualidades olvidadas, sin que quepa ninguna duda de que si ocurre esto es porque no sirve para trepar. Hay que fijarse también en que es incompatible con el narcisismo y, por supuesto, con lo cutre. Está al alcance de todos.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

Cosas de no hace tanto

Tiene que quedar todavía mucha gente que recuerde aquellos tiempos en los que cuando alguien entraba en una tienda el vendedor se afanaba en averiguar qué era lo que necesitaba, para venderle eso y no otra cosa. Los comercios intentaban tener contentos a sus clientes, para conservarlos toda la vida.
No hace tanto tiempo que llamaba al teléfono de información de Telefónica, primero 003 y luego 1003, y respondían a la llamada señoras o señoritas muy amables que en todo momento intentaban satisfacer al cliente. Una vez pregunté por el teléfono de un señor que no estaba en la guía. Si no recuerdo mal, me dijeron que había pagado por no estar y, por tanto, no hubo nada que hacer. No me lo pudieron decir. Pero cuando la persona por la que preguntaba sí que estaba en la guía, hacían lo posible por ayudarme. Además, se daba la circunstancia de que siempre se me atendía desde Valencia y la persona que lo hacía, siempre mujer, conocía la ciudad tan bien como yo, de modo que aunque no le diera todos los datos de quien buscaba, a partir de los conocidos, calle y un apellido, por ejemplo, conseguía localizarlo.
No acababa aquí la cosa, sino que en el 1004, en el tiempo inmediatamente anterior al del invento de los Servicios de Atención al Cliente, tuve a una señora o señorita, durante media hora intentando averiguarme algo de la internet. De vez en cuando iba a consultar el asunto con su jefa, porque ella tampoco lo sabía todo.
En esa época, tan reciente aún, existía la amabilidad y por entonces el cliente todavía era considerado como un señor. O como una señora.
Lo digo porque los tiempos cambian y no todo lo que traen es progreso. O si lo traen, a veces o en ciertas cuestiones, es hacia peor.