viernes, 31 de enero de 2020

Miguel El Cachapí

Siempre no fue igual que ahora. Hubo un tiempo en que el romanticismo todavía estaba en el aire. Se decía entonces: «pasa más hambre que un maestro de escuela», pero al maestro se le respetaba y hasta se le veneraba. Y no solo al maestro, sino también a todos aquellos que dedicaban su tiempo a tareas con escasa productividad, o sin ella, en términos económicos, pero que alimentaban la faceta espiritual, artística o cultural de los interesados. Los hubo que de jóvenes se interesaron por la poesía, por la música exquisita y por las artes en general y parecían ganados para la causa, pero luego encontraron trabajos muy bien remunerados y en estos tiempos de hoy, fenicios y atolondrados, miden a las personas por el dinero que tienen.
No pasa con todos, Miguel El Cachapí sigue conservando su espíritu bohemio y lleno de romanticismo. Si en su día montó una librería innovadora, lo hizo con más espíritu artístico que mercantil. Fueron muchas las cosas que emprendió, pero con ellas ponía más de manifiesto su espíritu creativo y aventurero que negociante. Para hacerlas rentables se necesitaba otro modo de actuar que a él, sin duda, le resultaba aburrido.
Las iniciativas que le otorgaron más fama fueron las vueltas en carro que organizó. Se comprende sin esfuerzo que no es fácil dirigir una caravana de carros y, no obstante, fueron varias las que llevó a cabo.
La vida se ve de otro modo desde el carro. Hay tiempo para mirar el paisaje y la fauna que contiene. Las nubes pasan más lentamente cuando las hay y el cielo parece más sereno. Hay tiempo para aprender a amar a los animales, burros, caballos, mulos, que tiran del carro, y a los perros que brincan alrededor, si no les ha dado por subirse. Se bebe agua fresca del botijo, o buen vino del porrón.
Hoy en día hay quien, atolondrado, prefiere el Falcon y en el apresuramiento, no tiene tiempo para madurar las ideas y queda preso de su ambición de poder desbordada. Y así nos va a los españoles, y milagro será que no nos vaya peor.
La vida en carro, que de tan sosegada permite tocar la realidad con las manos, puede hacer sabios. El ritmo frenético nos trae ganapanes sin miramientos de ninguna clase.
Si hubiera que optar entre Pedro de la Preveyéndola y Miguel El Cachapí, elegiría a este último. La vida sería menos aburrida.

viernes, 17 de enero de 2020

Hoy quiero romper una lanza

Romper una lanza por alguien siempre es bonito, mucho más que aprovechar la ocasión que se presenta cuando una persona está en dificultades, para terminarla de hundir. A pesar de que es muy frecuente, nadie debería sentirse satisfecho por ello. En cambio, acudir en su socorro, o simplemente aplaudir a quien se ha ganado el aplauso, resulta muy agradable.
Hay mucha gente que merece el aplauso, pero para no alargar mucho pondré solo el ejemplo de aquel farmacéutico que se afanó el conservar la farmacia más bonita del Reino, o a aquel otro poeta siempre dispuesto a apoyar y enaltecer a los demás.
Va siendo hora de que diga, concretamente, por quien rompo la lanza y es por Manuel Emilio Castillo, que, por diversas circunstancias y a pesar de sus poemas tienen la fuerza de la sinceridad y la belleza del desgarro, y sus metáforas tienen una potencia innegable, no suele recibir la recompensa de los premios literarios, y aquí me parece que ocurre lo mismo que con Borges y el Nobel, que quien sale perdiendo es el premio, en este caso, los premios en general. Si quien lo merece no recibe ninguno…
En otro orden de cosas, tengo la impresión de los premios no han servido a nadie para mejorar su obra literaria o del tipo que sea, además de que, en muchos casos, han venido a interrumpir su quehacer, puesto que cuando ocurre esto el interesado ha de acudir a homenajes y veladas en su honor. Sin embargo, también ocurre que por la especial configuración de este mundo quien no tiene premios, o tiene pocos, por muy buenos que sean los frutos de su labor, puede verse excluido en varias de las actividades que se llevan a cabo.
Es por eso que vengo a romper una lanza por un hombre en el que no percibo ningún tipo de rencor, ni afán de revancha, ni veo que le alegren las desgracias ajenas, sino que sus cuitas se deben a la falta de reconocimiento de su magnífica obra.