Urbina tuvo una revelación o, mejor dicho, una develación. Si el escribano hubiera sido más religioso diría que se trató de una epifanía. Sin embargo, sin necesidad de acudir a supersticiones, esa noche pudo pensar que estaba en presencia de un misterio descubierto a través de la intuición, elemento que según los profesores de filosofía, supera la barrera de la racionalidad. Esta vez, el insomnio no le trajo al escribano Urbina perturbaciones ni ansiedades, tampoco la oscura presencia de esos pensamientos que atacan de noche, cuando la soledad acecha. El insomnio solo le trajo un raro estado de ensoñación consciente a la que le dio permiso para que ingresara en él.
Con
su cabeza en el lado más frío de la almohada, recordó “El
inmortal”,
que Borges publicó en 1947 y que luego agregó a su libro El
Aleph.
El cuento lo llevó a pensar en la inmortalidad, es decir, en
la
ineludible muerte. Pensó en el troglodita que Borges
describe
y que termina siendo Homero y esto lo llevó a pensar en los humanos
ancestrales, aquellos que hace treinta mil años recolectaban frutos
y cazaban mastodontes y búfalos. Imaginó que unos pocos de ellos
estaban recostados con las manos debajo de la nuca sobre la hierba
para
mirar
mejor el cielo. Imaginó que esos pocos descubrían que las estrellas
podían contarse una a una y que además giraban todas juntas con el
paso de la noche; pudo ver cómo entendían que la movilidad y el
cambio eran una variable permanente. Una ley. Observaban también que
el sol salía por el este y que se ponía hacia el oeste. Otra ley.
Vio cómo, uno de ellos, entendía y comentaba con sus pares, que la
periodicidad con que las flores y los frutos aparecen, les daba la
posibilidad de clasificar el tiempo en días, en meses y en años.
Una ley más. Fue maravilloso ver cómo, aquellos hombres primitivos,
entendían la rítmica presencia de la naturaleza como un continuo
ritual del que todos formaban parte. Nacía otra ley. Vio que los que
estaban recostados sobre la hierba suponían que se trataba de un
universo totalmente animado, y que cada cosa viva o inerte, contenía
un alma. Luego vio cómo un líder daba órdenes y prodigaba con
tales órdenes, un plexo normativo de seguridad para todos en la
tribu. Observó que el grupo de pensadores, aquellos que estaban
sobre la hierba con las manos bajo la nuca, seguía pensando. Vio
cómo creyeron que sería mejor salir de la idea de un universo vital
y pensar que por existir unas cuantas leyes que rigen la naturaleza
-similares a las que impartía el jefe de la manada- las mismas
debían ser dadas por otros seres invisibles, pero que sin duda
debían existir. Vio cómo inventaban la existencia de seres
superiores que obraban como legisladores y que con el tiempo fueron
llamados dioses. Vio cómo, ya cercanos a nuestros días, muy
cercanos, esos dioses se degeneraban en la idea de uno solo, todo
poderoso, omnipresente, por momentos misericordioso, creador de todas
las cosas y sobre todo, caprichoso y déspota. Se dio cuenta de que
Dios había sido un invento. Pero lo que para Urbina no parecía
ninguna superchería, era el hecho de que los rituales sí eran
verdaderos y que la naturaleza, con todas sus leyes,
parece
regir los días de todos en este mundo, con o sin dioses de por
medio. El escribano Urbina sintió de golpe la tibieza de la realidad
en toda su dimensión. Se sintió seguro. Sintió que todo estaba en
su lugar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario