Estuve una vez en el despacho del director de una sucursal bancaria. El sujeto procedía de una familia rica y con su astucia había aumentado su caudal. Según me confesó, con la intención de demostrarme su talento, todos los años, en cierta época, compraba acciones de Tubacex, que vendía también todos los años en la misma fecha, y con los beneficios obtenidos se pagaba su temporada de caza.
Me confesó también que su mujer era maestra y que ganaba más dinero que él, a pesar de que su trabajo era más difícil y de mayor responsabilidad. No pude estar de acuerdo con él, le contesté que el trabajo de maestro era el más difícil y el de mayor responsabilidad de todos. Puso cara de escéptico, pero no dijo nada. De hacerlo, hubiera revelado todavía más cosas acerca de lo que pensaba de su esposa. Hacía poco que se había mudado a vivir a un chalet de gran tamaño, en una zona muy buena. Tenía cuatro libros, encuadernados lujosamente, sobre la mesa. Los había comprado ese mismo día a un comercial. Los cogí para verlos, y el director me dijo que no eran muy buenos, pero que los había comprado porque hacían juego con las cortinas que acababa de instalarse. Eran de Herman Hesse, François Mauriac, William Golding y Boris Pasternak.
Esto de las cortinas me recuerda a Don Quijote de la Mancha. Son muchos los que lo compran en ediciones lujosas, quizá con el mismo fin. Un estudiante universitario se interesó una vez por el libro que estaba leyendo en ese momento y le contesté que releía el quijote. Me miró como si yo estuviera loco (cosa que podría ser cierta, pero el hecho de releer el quijote no es síntoma de ello), y poniendo al mismo tiempo cara de supremo aburrimiento. Cosas de los prejuicios, supongo. Porque el quijote, aparte de ser muy divertido, contiene enseñanzas impagables. Nunca se puede agradecer bastante haber leído ese libro. Sancho Panza, por ejemplo, puede dar lecciones a gran parte de la humanidad, sobre todo a esos que viven mirándose el ombligo, y luego resulta que un rústico les da sopas con honda. En ningún momento se quebró su lealtad a Don Quijote, aceptó con naturalidad su status inferior, no trató de aprovecharse de la locura de su amo, ni dio en burlarse de ella, trató de ayudarle en todo momento, de hablarle con claridad, y no le pidió como pago más que lo acordado de antemano. Sancho Panza se eleva sobre el resto de personajes de la obra, exceptuando, claro está, al glorioso Don Quijote.