Recuerdo a un tipo hercúleo que mediría
aproximadamente 1’75. Se notaba que no era un producto de gimnasio,
sino fruto de la naturaleza y el trabajo que seguramente le exigiría
un gran esfuerzo físico. Se le veía muy aficionado a ir con amigos
y charlar animadamente con ellos. Su esposa, en cambio, era más o
menos un fideo, no era fea pero tampoco agraciada, hablaba muy poco y
lo observaba todo. Trabajaba como administrativa en la Función
Pública. A él lo vi reparar la bicicleta de su hijo con mucha
destreza por lo que cuando en cierta ocasión se le estropeó
ligeramente la suya a otro niño, que puso cara de tristeza, le
sugerí que se la reparase también. Se puso manos a la obra, con el
convencimiento de que podía hacerlo, cuando de repente se detuvo en
seco y abandonó la tarea. Se lo había ordenado su mujer. Me fijé a
partir de entonces en que cada vez que ella le ordenaba algo él
obedecía de forma automática, sin cuestionar nada, ni plantearse si
lo que le mandaban era lo más adecuado. Estoy seguro de que ella
tenía razón siempre o casi siempre, pero esa respuesta automática
suya me resultaba enternecedora.
Pero también estoy convencido de que no
todas las mujeres que tienen tal dominio sobre sus maridos actúan
con la misma buena intención que le atribuyo a esta. Recuerdo a
otra, cuyo rostro me parece satánico, que está casada también con
un tipo muy fuerte, al cual domina sin duda, aunque seguramente no de
un modo tan directo.
Supe de otro, que vivía por la zona de
Burjasot y Godella, era profesor mercantil y que tenía la santa
costumbre de obedecer a su media naranja. Lo gracioso de él era que
se la llevaba al teatro a ver la obra de alguna vedette y luego en
casa se la llevaba a la cama y le decía: como si fueras esa.
Pero el género de los calzonazos no es
escaso, a muchos los tratan sus esposas como si fueran hijos y a
ellos les gusta, y otros dan con mujeres de armas tomar y se someten.
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