Al margen de la actuación de los financieros ciegos de codicia y de los políticos que no se enteran, quizá porque no les conviene, la crisis en la que nos encontramos se ha podido gestar gracias a la banalidad de los tiempos en que vivimos. No hay más que ver los reclamos que usan los medios para atraer visitas, qué programas son los que triunfan en la televisión y a qué tipos de cirugía recurren quienes quieren estar en el candelero de la opinión pública para comprender esto.
Paralelamente a esto, se ha puesto de moda la palabra empatía, pero ésta acaso sea incompatible con el reduccionismo al que se somete a la persona al considerar únicamente su aspecto físico. Esta actitud es lo mismo que darle una patada a Juana de Valois, o a las personas cuya situación sea equiparable. No basta con hablar de empatía pues para tenerla, sino que habría que mantener una actitud que fuera compatible con ella. Ahora bien, si lo que se tiene es empatía con una persona o con determinadas personas en ciertas situaciones, habrá que explicar esto cuando se presuma de este atributo humano. Menos banal sería nuestro mundo si hubiera tanta empatía como se quiere hacer creer por parte de muchos.
Ocurre a menudo que a la gente no le interesa que las cosas sean de cierto modo, sino que lo parezcan. Salvadas las apariencias, el problema se da por resuelto. Es lo más práctico y barato, por lo que suele convenir tanto a la persona que lleva cabo la mascarada como a los espectadores para los que está destinada. Hacer que las cosas sean lo que parecen no sólo requiere de un gran esfuerzo por parte del actor, sino que al mismo tiempo incomoda a quienes lo ven, que suelen llevar a cabo sus propias obras de ficción y, por tanto, lo auténtico les produce incomodidad.