No
necesitó Sócrates de ningún dios para vivir de acuerdo con sus
principios. Claro que todo el mundo no es Sócrates. Sabía tanto que
comprendió que lo que sabía comparado con lo que le faltaba por
saber no era nada.
Fue
también Sócrates quien demostró que cada uno lleva dentro de sí
la verdad, aunque habría que dejar aparte, al menos, a los
psicópatas. De modo que cada cual sabe sin ayuda de nadie que el
acto que acaba de realizar es correcto o incorrecto. Eso, de forma
teórica, porque en la práctica se observa claramente que muchos han
renunciado a esa facultad. Como si tuvieran miedo de saber si lo que
hacen está bien o está mal, porque el hecho de saberlo condiciona
el comportamiento.
Y
así se puede ver al sujeto que carente totalmente de ética y moral,
atento tan sólo al qué dirán, y sobre todo al qué dirán de su
círculo más próximo, se viste de persona justa y cabal, e incluso
cree que lo es, y reparte premios y castigos de forma caprichosa,
pero, eso sí, encontrando los motivos que justifiquen cada acción y
procurándose previamente la aprobación de la peña.
Pero
los que más abundan son los que asumen la moral, por llamarle de
algún modo, del grupo en el que se han integrado con el fin de
proteger sus egos, que no son capaces de resistir la intemperie. Así
las cosas, es obvio que el descubrimiento de Sócrates no es
aprovechado debidamente por la humanidad.
Cabe
preguntarse entonces por qué los hay que se empeñan en matar a
Dios. Es posible que Dios exista o que no exista. Pero el hecho de
que la gente piense que hay un ser superior, un dios en alguna parte
de la inmensidad, que está viendo todos sus actos y que incluso sabe
cuál el fin que los motiva, sirve para refrenar muchas canalladas,
grandes o pequeñas.