Se percibe rápidamente quién es el más alto, el más rubio o el más forzudo. No ocurre lo mismo con la inteligencia. Si se hace con esmero y sin trampas, se puede calibrar de modo aproximado la de quienes tienen menos; muy complicado resulta hacer lo mismo con quienes tienen más.
En Mensa abundan los que tienen una inmensa necesidad de mortificar, incomodar, escarnecer a otros. Isaac Asimov, que creo que estuvo en esta asociación y que acabó harto de ella, dijo que la persona más inteligente que ha existido jamás es Isaac Newton.
Hay personas que son muy inteligentes y no lo saben. Se les nota en las decisiones que toman, en su forma de comentar lo que ven. Otras personas disimulan su talento, por estrategia o por timidez. La protagonista de ‘La elegancia del erizo’ hace un gran esfuerzo en este sentido. Hay personas que seguramente tendrían más talento si no se limitaran voluntariamente aferrándose a dogmas o certezas, que nunca son tales, en lugar de ejercer el sentido crítico.
Demasiado petulante me parece la afirmación de Asimov. Podía afinar mucho en este campo, pero hacerlo hasta este extremo es aventurado.
Muchas personas sustituyen la humana necesidad de ser mejor, que requiere de grandes sacrificios, por la de ser más, que resulta factible, pero que lleva a menudo se sientan menos con relación a otros y entonces planteen de forma unilateral batallas en campos en los que piensan que tienen ventaja.
Queda por saber qué es la inteligencia, para qué sirve y cómo debe ser utilizada. Sin embargo, parece ser que estos detalles tan interesantes tampoco son dignos de atención para muchos que, quizá sin tener ninguna, se limitan a presumir de la que creen que tienen y a negársela a otros. ¿Utilizarla en beneficio de otros? Si con ello se gana dinero o posición social sí, según parece ser la tendencia habitual.