Benjamín Franklin se dio cuenta de que para conseguir la amistad de una persona lo mejor era conseguir que te hiciera un favor en lugar de hacérselo tú a ella. La perspicacia del sabio norteamericano fue enorme: si consigo que alguien me haga un favor, esa persona se justificará a sí mismo a posteriori autoconvenciéndose que se soy un buen tipo, y por eso lo ha hecho. Así, además de hacerme un favor, he ganado puntos sus ojos. La variante opuesta es más perversa: metabolizamos mucho más fácil el hecho de haber hecho daño a alguien si nos convencemos de que se trataba de un miserable que en el fondo se lo merecía.
Ese efecto Franklin se produce también cuando invertimos mucho tiempo y energías en una idea: "si lo hemos hecho será porque la idea era buena y valía la pena", nos susurra al oído la disonancia cognitiva. Esto nos somete a un bucle realimentado del que es difícil salir. Naturalmente, la idea en cuestión perfectamente puede ser una porquería, pero nuestra pretérita dedicación nos impedirá ser críticos con ella. El prototipo del personaje racionalmente irrecuperable tras haber sido devorado por una teoría aberrante a la que ha dedicado ímprobos esfuerzos como autodidacta es de todos conocido.
Lo que vale para individuos en este caso vale para sociedades enteras: costumbres profundamente antiadaptativas han podido ser adoptadas por determinados motivos que fueron buenos en su momento, y continuados por simple tradición. La desaparición del motivo inicial hace que sea necesario explicar la continuidad de la costumbre... Y entonces vuelve el efecto Franklin al ataque, susurrando: "debe haber un gran motivo para seguir haciéndolo, no podemos ser tan tontos". Y comienzan las justificaciones de lo injustificable. Seguramente un sinnúmero de aberraciones culturales deben su existencia a este proceso. Hay algún caso muy bien documentado: entre los nuer y los dinka de Sudán existía la costumbre de extirpar los incisivos inferiores de los adolescentes debido a un episodio de tétanos en dicha población. La contractura mandibular asociada a esta enfermedad impedía la alimentación de los enfermos, motivo por el que se procedió a la citada extirpación, para facilitar la entrada de alimento semilíquido. Cuando la enfermedad remitió la costumbre era ya ley... y se siguió practicando. A la postre, a los nuer y a los dinka les gustaba la estética sin incisivos inferiores, y entendían que era muy atractiva la defectuosa pronunciación que propiciaba. Simultáneamente se obviaban los evidentes problemas que ocasiona a la inexistencia de los citados incisivos para la alimentación normal.
Y es que no es lícito pensar que cualquier característica cultural, por el hecho de existir, es respetable por ser adaptativa. De hecho, puede ser profundamente antiadaptativa y aberrante. "Son nuestras costumbres, y deben ser respetadas" es una petición desmesurada; y éticamente inaceptable. La disonancia cognitiva no es buena consejera, y el conocimiento de su existencia al menos nos avisa del peligro. Peligro que es más fuerte cuando nos autojustificamos, individual y colectivamente al respecto de nuestras tradiciones, porque antes se ve la paja en el ojo ajeno...