El primero de los discursos es de Ignacio Urrutia y el segundo de Javier Urzainqui
Buenas tardes.
Buenas tardes.
Permítanme
empezar con una auto-introducción. Yo no soy el presentador de la
novela de Vicente. El verdadero presentador, después de escribir su
texto, ha debido ausentarse por otros compromisos, por lo que Vicente
me pidió que leyera su introducción, cosa que acepté encantado.
Soy, por tanto, el lector.
Una
vez conocida la brillante introducción de Javier Urzainqui a la
novela, decidí que éste merecía también una breve presentación,
lo que me convertiría en presentador del presentador. Y noté que
podrían decirse más cosas sobre el propio Vicente. Lo que me
convertiría en el presentador del autor. Como esto tiene lugar antes
del texto de Javier, podemos decir que soy el pre-presentador de la
novela, así como presentador del presentador y del autor. Espero con
ello haber aclarado los términos, aunque entendería si alguno de
ustedes me considerase a estas alturas simplemente impresentable.
Me
enteré de la novela, como muchos otros, con la invitación de
Vicente al grupo de Facebook “Yo Estoy Loco”. Pasada la lógica
alarma inicial al descubrir que se trataba del título de una novela,
es legítimo en cualquier caso preguntarse si Vicente está loco o
no. Cada uno tendrá su respuesta, aunque espero darles alguna pista
para que juzguen ustedes mismos.
Desde
luego, es un síntoma a tener en cuenta el mero hecho de escribir una
novela en estos tiempos difíciles para los autores. Sobre todo si
tenemos en cuenta la temática, en la que no hay misteriosos códigos
por descifrar, ni vampiros adolescentes, ni sexo sadomasoquista. Es
para mí, sobre todo, una novela que hace pensar en cada página.
Claro
que siempre se podría cambiar el enfoque de la mercadotecnia y
anunciar en letras grandes los puntos fuertes de venta de la novela:
- vampiros (emocionales)
- violencia (moral, y ocasionalmente física, al servicio de la historia).
- escenas de sexo (con un enfoque original y delicado)
Ahí
dejo la idea, por si lo quiere considerar para próximas ediciones.
Con
ese nombre y siendo valenciano, era de esperar que Vicente mostrara
algunos rasgos de carácter que se suelen atribuir a sus paisanos.
Por ejemplo, es un gran conversador, humilde y tolerante. A mí que
soy de una tradición más obcecada me admira ver sus esfuerzos para
integrar posturas hasta en debates clave de nuestro tiempo, tan
enconados, como el de si la tortilla de patata debe llevar cebolla o
no.
Si
hay algo que le saca de quicio y saca su lado belicoso es la gente
destructiva, los acosadores, los que se recrean en el mal, los
abusones, el troll de las redes sociales. Mucho de esto lo
encontrarán en la novela.
Y
otro rasgo de Vicente que encuentro en “Yo estoy loco” es su
admiración por las personas de gran categoría humana, de elevada
talla moral. Vicente es un incondicional de la generosidad, la
nobleza, la brillantez, el esfuerzo por mejorar la vida de los demás.
Y no sólo admira a los grandes sino que se esfuerza por ser y
comportarse como uno de ellos.
Creo
que con esto les he dado ya suficientes pistas para juzgar si Vicente
está loco o no; aunque si quieren más tendrán que leer la novela.
Recuerden que está llena de sexo, vampiros y violencia. O si lo
prefieren una novela que hace pensar, sobre hombres y mujeres que
aspiran a ser grandes y las dificultades que se encuentran en un
mundo donde a veces los abusadores sin escrúpulos tienen el control.
Para
terminar, un par de apuntes sobre el verdadero presentador. Se llama
Javier Urzainqui y los que hemos leído dos líneas suyas estamos
deseando que nos ofrezca algo más. Es un apasionado de la historia,
a la que está dedicando su tiempo en la actualidad, y un erudito. Su
curiosidad le lleva a descubrir anécdotas impagables, y su destreza
para narrar las convierte en lectura amenísima. Lástima que no haya
podido acudir, aunque tenemos un texto suyo que en mi opinión es
extraordinario. Juzguen ustedes.
Yo
estoy loco
Buenas
tardes, señoras y señores. Quisiera, antes de nada, agradecer a
todos ustedes su presencia, y a mi amigo Vicente Torres el honor de
haber depositado en mi persona la confianza para la presentación de
su libro. Espero, no defraudar sus expectativas.
Dicho
lo anterior, procuraré ser breve. Está a punto de iniciarse una
nueva campaña electoral y ya tendrán ustedes motivos bastantes para
aborrecerla ante el cúmulo de verborragia demagógica que se les
avecina; no quiero, por mi parte, añadir la más mínima aportación
a este innecesario y cruel castigo con mi perorata.
¿De
qué pasta están hechos los héroes modernos? ¿A qué árbol de la
vida quedan vinculados? Esta es la pregunta que se nos plantea desde
la primera página de la novela y cuya respuesta es imprescindible
encontrar. No es tarea fácil. La concepción poética del héroe lo
vincula a una combinación de fuerza y voluntad férrea. Desde mi
punto de vista, en la mayoría de los casos, lo heroico reside en la
épica de la rutina diaria, del trabajo que se sabe bien hecho, del
esfuerzo sin concesiones a la alegría y todo ello amasado en el
dolor, que es el perfume amargo de la lucha por la vida. No es de
extrañar, pues, que Boris Vian afirmara que “el
humor es la cara civilizada de la desesperación”.
Esta
novela es el viaje iniciático y esperanzado de un muchacho cubano,
salido en los años 90´s de entre la elite de ese enorme orfanato
que era y es Cuba. Un lugar donde los niños todavía sueñan en
blanco y negro; un lugar donde, aún hoy en día, es perfectamente
aplicable aquello que contestó Ortega cuando le preguntaron que le
parecía el dictador portugués Salazar: “Bien,
muy bien –contestó-; no se puede gobernar mejor a ocho millones de
difuntos”.
En
estos momentos de venta al por mayor de los manuales de autoayuda, de
una búsqueda desaforada de la felicidad, de la relativización del
esfuerzo personal, de sociedades en las que todo el mundo quiere ir
al cielo pero nadie quiere morir, encontrarnos con la historia de un
perdedor a la búsqueda de su yo, de su autoestima, tiene su miga.
Las
sociedades hedonistas, como la espartana con su Taigeto, tienden a
arrojar por el barranco de las estadísticas a quienes, por los
motivos que sean, la vida no resulta fácil; a todos aquellos que
parecen llevar grabado en la frente el estigma de “Nasío
pa´sufrir”.
Nuestro protagonista tiene que aprender - duro aprendizaje-, que hay
muchas cosas que escapan a su control, que la vida no viene con un
manual de instrucciones. “No
es hacia abajo ni hacia atrás la vida”
diría, Neruda.
Este
devenir personal parece convertirle en eso que los italianos llaman
un jettatore,
una especie de gafe. O, por el contrario, ¿se trata de un auténtico
caso de mala suerte? Dice el Dizionario
dei sinonimi
que se nace jettatore
como se nace poeta. Arrastraba la misma fama Alfonso XIII quien una
tarde, en su exilio de Roma, tomaba el té en la terraza del Gran
Hotel cuando entraron unos oficiales del ejército italiano, de
uniforme; al verle, se llevaron los dedos índice y meñique al rombo
cosido al cuello de la guerrera, para que el contacto con el metal
les librara del maleficio. Cuando se dio cuenta el rey español de la
turbación y miedo de los militares, se levantó y sonriendo, les
dijo: “caballeros,
no se inquieten. Hoy no estoy de servicio”.
En
republicano, tenemos a Zapatero,
que, como el rey Alfonso XIII, pertenece por méritos propios al
Parnaso de los grandes gafes (no me pidan que les ponga ejemplos,
porque estoy seguro que todos ustedes los conocen). Volviendo a
nuestro protagonista, también parece que en algunas ocasiones tan
sólo falta que le abra la cabeza un meteorito.
“Los
gafes, tanto hombres como mujeres, son personas proclives a la
desgracia, y normalmente carecen de independencia emocional, en tanto
necesitan el sostén de otros, lo que les proporciona la seguridad
que les falta”.
La
definición de gafe, definitivamente, parece ajustarse como un guante
a nuestro protagonista.
Encajar,
sin embargo, su personalidad, tiene la dificultad de un sudoku
tramposo. Es un hombre dominado por lo que en inglés se conoce como
turning
points,
los puntos de inflexión; esos cambios dramáticos de la vida,
incapaces de ser prevenidos ni controlados (la enfermedad, el
mobbing);
un ser humano que acumula tanto dolor y desesperación (¿en qué
parte de su alma aloja la fantasía?), que redime su ruina
psicológica a través de la amistad y a quien no le queda más
remedio que trabajar su rabia, aunque le cueste el psiquiátrico, una
y otra vez, para tratar de alejar de sí el viejo aforismo de que
siempre es pronto para rendirse. Visto lo anterior, estoy de acuerdo
con lo que dice el famoso psiquiatra José Cabrera: “las
personas alegres se resfrían mucho menos”.
Vicente,
a lo largo de su novela, nos presenta un mapa detallado de la
topografía del infierno del protagonista. Un conjunto de avatares
emocionales de los que muchos de nosotros habíamos oído hablar,
pero que conocíamos mal. Nos conduce, despacio, por la ortografía
del sufrimiento, por su hoja de ruta, aunque nunca sepamos, porque
ello es imposible, cómo tiene que ser la redención de los
perdedores.
Sólo
aquellos que han pasado una crisis de angustia saben cómo es el
descenso anticipado a los infiernos, ese lugar donde después de
pesar el alma lo único que se permite es negociar los términos de
la rendición de la autoestima. Ahora, en las sociedades modernas, el
sufrimiento queda restringido a las roturas fibrilares de los
futbolistas o a las quemaduras producidas por la depilación a la
cera. Hablar de angustia son palabras mayores; es este un término
reservado al resultado de las resonancias magnéticas de Cristiano
Ronaldo o Messi. El dolor individual, el que no se visualiza y
comparte, no es dolor: como mucho, misticismo. Para algunos voyeurs
se creó Facebook, un lugar donde se puede trivializar el
sufrimiento:
Muerte
y vida me dan pena;
no
sé qué remedio escoja,
que
si la vida me enoja,
tampoco
la muerte es buena.
El
mobbing
es en nuestra sociedad un miserable cuadro costumbrista, por
desgracia cada vez más frecuente, interpretado por una especie de
comando itinerante, al estilo de los visitadores de librerías del
Santo Oficio, situado en empresas y colegios y cuya finalidad no es
otra que la aniquilación psicológica y en muchos casos, física
(bullying),
de sus víctimas. Para ello, los acosadores tejen una especie de
telón de acero de complicidades que impide la más mínima
solidaridad emocional con el acosado, quien se ve obligado a ir
trabajar o a estudiar vestido con cota de malla o chaleco antibalas.
Los
acosadores – ese gang pesebril de cheerleaders- son herbívoros
pastueños que rumian la desesperación de la víctima al calor de la
cabaña y que obtienen el soporte material e intelectual a sus
delirios, en el silencio cómplice del grupo y siguen, sin
desfallecer, el olor feromonal de un instigador, acostumbrado, al
parecer, al trato con sicarios. Allí donde la mezquindad encuentra
una personalidad remarcable, una actitud, un currículum -por bueno
que sea-, queda todo ello convertido en detritus, basura, si su
poseedor no es adicto al crack de la mediocridad. Decía Lobo
Antunes: “lo
que más me cuesta de la obscenidad es su triste falta de
imaginación”.
Y yo me pregunto: ¿quién, medianamente normal, encuentra victoria
en la humillación?
Esto
es, exactamente, lo que le pasa a nuestro protagonista, un hombre que
ha conseguido escribir la épica en que se ha convertido su vida, en
prosa: es marginado por su brillantez, por su orientación sexual,
por su savoir
faire.
Ha sido invitado, sin pedirlo, a ser protagonista de un reality de
orgullo visceral y por ello, enferma de silencio. De él se podría
decir, con otras palabras, algo parecido - y tan poco cristiano-, a
lo que apareció escrito en las tapias del Palacio Real de Madrid,
acerca de la mujer de Fernando VII, Isabel de Braganza: “fea,
pobre y portuguesa. ¡Chúpate esa!”
¿Hay
alguna alternativa, ante el mobbing?
¿a la disyuntiva de adaptarse o morir?, se preguntará alguien. Para
algunos, como nuestro protagonista, está el refugio que proporciona
la amistad de sus protectores –Celia y Veremundo- y la literatura
del recuerdo nostálgico; para otros, hastiados de la lucha interior
que implica tener el alma y la autoestima en la cárcel -¡qué
fácil fue entrar y qué difícil resulta salir!-
la alternativa inteligente, la única alternativa, es intentar un
pacto con el diablo para poder decir, como Fausto: “ayúdame,
oh demonio, a abreviar el tiempo de la angustia”.
Sólo
falta crear, en este mundo globalizado, una Internacional del Mobbing
(Mobbing sin fronteras) dado que ya poseen una auténtica jerga
patibularia del hampa- lo que algunos autores han denominado como
golfaray,
el argot de los delincuentes y de las cárceles-, un pasado, un
presente biodegradables y tan sólo les falta estandarizar los
procedimientos de acoso y derribo, porque, como dijo Hobbes, “no
hay poder auténtico sin ritual”. Hay
menús de boda con menos delicatessen.
Hacer
frente a lo anterior no es tarea fácil, y si no, que hablen los
frenopáticos y las consultas de los psiquiatras. Es diagnosticado el
protagonista como bipolar –mal, por cierto-, lo que no resulta
extraño ni a los profanos, porque su fase maníaca dura menos que el
verano en Vitoria. Por otra parte, no deja de ser un sarcasmo que a
este trastorno algunos neurólogos y psiquiatras lo denominen como
“humor
bipolar”;
vamos, como si fuera un Calippo, esa combinación, mezcla de angustia
y soledad, que te hiela el alma.
Sólo
la amistad, los amigos, pueden proponer a nuestro héroe una hoja de
ruta que le permita recobrar su fortaleza, su autoestima. Una mezcla
a caballo entre el tacticismo y el sentido común que le ayuda a
poder hacer realidad aquella vieja tradición presbiteriana que
rezaba: “ponte
en pie y di tu parte de la verdad”
En
ese camino está, en primer lugar, Celia. Un lazarillo que en la ONCE
sería un perro guía, que ningunea su propia biografía y trata de
clonar-sublimar sus sentimientos. Posiblemente es el mejor ejemplo
del antihéroe, una especie de Quijote pasado por la poesía.
Acompaña en este experimento que llamamos vida a nuestro
protagonista a quien administra, en su desesperación y como último
recurso, la extremaunción de la amistad logrando convertir en sueño
sereno sus pesadillas. De ella podrían afirmarse los versos de Luis
Alberto de Cuenca:
La
tierra estaba seca.
No
había ríos ni fuentes.
Y
brotó de tus ojos
el
agua, toda el agua.
Veremundo,
perdóneme el autor de esta obra el símil, es un Sancho Panza
surgido en un crisol, cuya personalidad parece una mezcla kitsch
entre la legislación laboral del anterior Sindicato Vertical y el
realismo de la Transición. Un rústico cuyo fuerte no es la sutileza
y quien, posiblemente, no leería sin la ayuda de un logopeda la
carta de un restaurante de lujo. Es una combinación de talento
natural y mercedario en misión humanitaria en Argel; que conoce como
nadie el sufrimiento del alma humana y ninguna tragedia le es ajena
–lo vive a diario con su hijo-. Su Arcadia feliz, a la que aspira,
es la paz de la rutina. Es la perfecta definición de un hombre bueno
y por eso está predestinado a morirse pronto, haciendo buenos
aquellos versos de José Ángel Valente:
Tal
vez morir no sea más que esto, volver suavemente el cuerpo hacia el
lado más puro de la sombra.
Ambos
ayudan a nuestro protagonista en su reincorporación a la vida,
principalmente en esos difíciles momentos del regreso a un trabajo
donde reina una tensa y aséptica paz laboral construida bajo la piel
menuda de la condescendencia, basada en el principio de que toda
rehabilitación, en el fondo, no es más que la confirmación
indecente de que algo ha dejado de ser peligroso. Una maldita tutoría
dirigida por marcianos. El mejor consejo que le dan es: sigue
respirando. El regreso, es el fin de la primavera. Como cantaba la
Orquesta Mondragón:
No
hay piedad
Para
este perdedor
Que
entrega sus armas
Aquí
estoy
Que
vas a hacer de mí
No
seas canalla
Es
tiempo de ir terminando, pero permítanme una última reflexión, ya
que estamos en la Feria del Libro, en la plenitud de las alergias,
sobre la incapacidad para la lectura y el olfato. No sé si la
reflexión sobre esta minusvalía debiera ser objeto de un
comentario, una tesis doctoral o, como poco, una vacuna. Dos de los
hombres más importantes de la Hª contemporánea de España, dos de
los hombres con más olfato, no leían. Uno era Suárez y el otro,
Dios nos asista, el editor más importante de este país, de quien se
decía que para adivinar la posibilidad de éxito de un original, en
vez de leerlo, lo olía. Pidamos, como favor a la primavera, una
rinitis piadosa que nos permita disfrutar de esta magnífica obra de
Vicente, porque a ellos les hubiera dejado indiferente lo que Harry
Mulisch, el autor holandés más traducido en España en la época en
la que transcurre esta novela, afirmaba acerca de la lectura: “si
hojeas los libros tienes siempre dos motivos para enfadarte. Si están
mal escritos, porque están mal escritos, y si lo que lees es bueno,
porque lamentas que no sea tuyo.”
A mí me sucede, exactamente, lo mismo: me hubiera gustado escribir
esta historia yo.
Adquieran,
pues, un ejemplar de esta obra y vayan a disfrutarlo bajo las sombras
del Retiro o en la soledad de su sillón. No se arrepentirán.
http://www.casadellibro.com/nosotros/evento-presentacion-de-yo-estoy-loco/13352