A
lo largo de nuestra existencia es frecuente que nos encontremos con
personas cuya única finalidad es la de hacer daño. No hay modo de
conseguir un acuerdo transaccional aceptable por ambas partes, puesto
que se comportan como si fueran círculos herméticamente cerrados.
No hay modo de introducir una idea buena en ellos.
Solo
cabe esperar que algún día se rompa ese círculo y que los puntos
por donde se ha roto se separen más y más. Pero si se piensa en
Otegui se comprende enseguida que en muchos casos, quizá en la
mayoría, eso es imposible. Abrir, o romper, el círculo tiene como
consecuencia que se tenga que reconocer el daño hecho hasta el
momento, y ese proceso tiene que ser muy doloroso. De ahí que esa
gente prefiera enmascarar la realidad, engañarse a sí misma,
encerrarse en un círculo protector que, de forma inveterada, empuja
a hacer más maldades.
La
persona en la que se da dicha circunstancia puede estar alimentando
su narcisismo, fabricando un personaje que le sirva de camuflaje para
actuar ante los demás, aprendiendo a simular serenidad y sosiego,
etc.
No
todos los que tienen la mente criminal cometen delitos, pero ninguno
deja de hacer el mal cuando le es posible. Naturalmente que se
procuran coartadas destinadas principalmente al autoengaño, aunque
pueden ser utilizadas ante terceros, siempre que sean proclives a
aceptarlas. Los canallas, dicho en lenguaje crudo, se reconocen unos
a otros y muchas veces se unen. No se fían, y no es necesario
explicar esto, de las buenas personas, que constituyen el blanco
preferente de sus diatribas o traiciones. No hay nadie perfecto y
siempre se puede encontrar algo criticable en cualquier persona.
Suponer
cualquier tipo de gesto noble, desinteresado, altruista, generoso,
bienintencionado, en estas personas es improcedente, porque no se va
a dar. Para estas personas, ese gesto tan ligado al cristianismo,
pero no exclusivo de él, como es el perdón, resulta doloroso.
Entiéndaseme, no se trata de que perdonen, sino de que sean
perdonadas.