Imaginemos dos escenarios, ambos situados en el remoto pasado de la especie humana. Mejor aún: en el remoto pasado de los precusores de la especie humana.
Primer escenario: hace tres millones y medio de años; un grupo de Australopitecus afarensis en la sabana africana. Provienen de primates arborícolas, pero ellos ya no lo son: viven en el suelo. La constante vigilancia a los posibles depredadores en este medio hostil estimula entre otras cosas el bipedismo y esto libera las extremidades superiores para tareas más nobles que la locomoción. Existe una variabilidad genética entre los miembros del grupo que se refleja en el diferente comportamiento ante un ruido o una mancha borrosa en el horizonte: unos tienden a ver, muchas veces erróneamente, un depredador y huyen despavoridos al menor signo de alarma. Otros por el contrario tienen una menor capacidad para imaginar un peligro ante una imagen o sonido confuso, o simplemente tienen una tendencia innata a indagar más para ver si el peligro es real, antes de emprender la huida. ¿Cuáles tienen mayor probabilidad de ser nuestros antepasados: los que huyen, muchas veces en vano, o los que no huyen hasta estar seguros de que el peligro es real?
Segundo escenario: una tribu de Homo habilis de hace unos dos millones de años con dos tipos de bebés: unos con gran capacidad (innata, debido a su dotación genética) para reconocer las caras de sus progenitores y otros con mayor dificultad para hacerlo. Son tiempos duros en los que el infanticidio está a la orden del día por motivos puramente económicos: las necesidades de alimento son superiores a las disponibilidades, y la existencia es una penuria continua. ¿Cuáles tienen mayor probabilidad de ser nuestros antepasados: aquellos que sonríen ante la mirada de sus padres o los que no lo hacen?
Cualquiera comprende enseguida que la mayor posibilidad de supervivencia (y con ello, de perpetuar sus tendencias en las siguientes generaciones) pertenece a quienes tienen un umbral de alarma más bajo en el primer caso y mayor capacidad para ver caras de semejantes en el segundo. No importa que a su vez estos grupos sean los que más fallos cometen: son errores sin consecuencias, mientras que los errores del otro grupo son errores fatales. La variabilidad necesaria para hacer de materia prima de la evolución podrá ser aleatoria en su origen y distribución pero la selección natural que actúa sobre dicha variabilidad no lo es en absoluto. Selección natural no es otra cosa que incremento diferencial de descendencia en virtud de las características genéticas. Dicho de otro modo: se produce selección natural cuando hay diferencias en número de hijos que cada individuo saca adelante, y cuando esas diferencias están causadas, al menos en parte, por la posesión de unos genes u otros.
Teniendo esto claro, es fácil comprender que la capacidad heredable para reconocer patrones en imágenes y sonidos confusos es un valor añadido de supervivencia, y por tanto aumenta la posibilidad de tener descendientes que hereden esta característica. Curiosamente, poco importa la ratio de aciertos y errores. Poco importa huir sin motivo en la sabana o devolver la sonrisa a un tocón de madera o una roca con una vaga forma humana. Lo que importa es no huir cuando sí hay un motivo para hacerlo, o no devolver la sonrisa haciendo más fácil el abandono o el sacrificio. Esta presión selectiva explica la extraordinaria capacidad que tenemos los humanos para reconocimiento de patrones, existentes o no, en señales confusas de todo tipo.
Esta propensión humana se denomina pareidolia, y muchas veces nos hace percibir cosas que simplemente no existen. Forma parte del funcionamiento ordinario de una mente sana y nada tiene que ver con percepciones patológicas. Pero nos confunde y nos engaña, suponiendo la cruz de una capacidad adquirida evolutivamente.
Históricamente, la pareidolia ha sido responsable de multitud de mitos, leyendas y malas interpretaciones. La cara de Marte, una formación rocosa que parece ser un rostro humano en la región de Cydonia; las invocaciones satánicas presuntamente halladas en microsurcos de Rock And Roll; el origen (sólo el origen, porque el resto es pura y simplemente falsificación y engaño) de las caras de Bélmez de la Moraleda; las apariciones marianas en el cielo, muchos avistamientos OVNI, la cara del diablo en el humo que salía de una de las torres gemelas o las presuntas frases encontradas en muchas psicofonías, son ejemplos de pautas encontradas donde no las hay.
Tenemos la tendencia a creer que el mundo se nos revela directamente tal y como es, cuando la realidad es mucho más complicada: vivimos en un mundo virtual creado por nuestro cerebro. Lo que observamos como un mundo de sensaciones ordenado, continuo y coherente no es sino un constructo de nuestra mente nos ayuda a propagar nuestros genes a la siguiente generación. En palabras del profesor Carlos Álvarez, profesor de Psicología Cognitiva de la Universidad de La Laguna:
"Se suele asumir que el ojo funciona como una cámara de fotos y el oído como una grabadora. La psicología sabe desde hace siglos que no es así. Nuestro cerebro está preparado y diseñado para encontrar patrones hasta donde no los hay"
Ahora bien, para encontrar un patrón donde no lo hay, lo primero que debe existir en nuestra mente es dicho patrón. Por eso, nuestras percepciones están teñidas por nuestra cultura. Ese es el motivo por el cual una luz extraña en el cielo sea interpretado en el siglo XIX como una aparición de la Virgen María, en el siglo XX como un OVNI y en el siglo XXI ni siquiera sea tenida en cuenta; por eso a ningún indio americano precolombino se le apareció la Virgen (no, el indio Juan Diego no era precolombino), ni a ningún pastorcillo europeo se le apareció Huitzilopochtli. Por eso el nombre de Alá aparece escrito en los lomos de peces de acuario de propietarios musulmanes, la cara de Cristo en tostadas que provienen de tostadoras cristianas y por eso las psicofonías sólo las entienden los amigos de lo paranormal.
Conviene tener en cuenta que nuestra mente está dispuesta a engañarnos, y que es fácil que un testigo de un suceso extraordinario pueda estar diciendo una falsedad sin intención consciente de engañar. “Yo sé lo que ví” es una frase que demuestra un gran desconocimiento de la psicología de la percepción, y debiera ser sustituido por un “yo sé lo que creí ver”, pero ésta es una frase que oímos con menor frecuencia. Es normal: a veces es difícil renunciar a diez minutos de gloria, y a todo el mundo le gusta poder ser escuchado cuando cuenta una bonita y falsa historia.
Y todo eso, sin mala fe. Cuando además entra en acción el engaño consciente, la tergiversación y la mentira interesada, ni les cuento... por eso acabaremos con otra cita, esta vez del médico checo Jan Evangelista Purkinje:
“La decepción de los sentidos es la verdad de la percepción”
martes, 20 de noviembre de 2018
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Yo sé lo que ví... |
lunes, 19 de noviembre de 2018
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El precio del abandono de la filosofía |
Suele ser muy habitual encontrarse, cuando se crítica la cerrazón y la irracionalidad del mundo islámico, con argumentaciones que sostienen que al fin y al cabo, los musulmanes están hoy donde los cristianos estaban en la Edad Media. Esto es absolutamente falso y es lo que voy a tratar de explicar.
En los siglos X y XI el Islam tenía dos potentes focos: Bagdad y Córdoba. El cristianismo tenía otros dos, Bizancio y Occidente (digamos Roma, aunque no es exacto). Había otro foco cultural importante representado por el judaísmo, que no tenía centro geográfico alguno sino que estaba disperso y condenado a vivir en el interior de sociedades ajenas. En todos los lugares hubo un florecimiento del pensamiento y de la filosofía, absolutamente en todos. Ibn Sina (Avicena) en Bagdad, Ibn Rushd (Averroes) en Córdoba por el lado musulmán y Maimónides por el lado judío serán buenos ejemplos del florecimiento del pensamiento no cristiano. Sin embargo, en el mundo islámico, así como el judío, se abolieron el pensamiento y la filosofía en favor de la fe y la revelación. El mundo islámico, este cambio se hizo para siempre; el mundo judío al menos permitió la existencia de una nueva forma de ser judío: el judío librepensador y ateo que no se siente ligado en absoluto a credo alguno, si bien bajo la pena de separación de la comunidad, como hicieran siglos después con Spinoza, anatematizado hasta el horror por los suyos.
Bizancio solucionó el asunto dando el poder absoluto al emperador, por encima de lo que pudiera decir la Iglesia. En Bizancio el pensamiento languideció y se perdió en tediosos tratados sin el menor interés (de ahí la expresión de discusiones bizantinas), y en Occidente hubo una lucha sin cuartel y sin vencedor entre el poder secular y el eclesiástico que ofreció un quicio de reflexión del que brotó el pensamiento filosófico y científico posterior.
No es una historia de buenos y malos, a los disidentes cristianos se los quemaba en la hoguera con gran alegría. Todos tenemos una enorme capacidad para el mal. Como nos recuerda el gran Jesús Mosterín:
En 1097 los cruzados conquistaron la ciudad de Maarat. A pesar de haber prometido respetar la vida de sus habitantes, se lanzaron a una orgía de sangre, pasando a cuchillo a toda la población. En su furia desatada, incluso llegaron al canibalismo, comiéndose a muslimes adultos cocidos y a niños empalados y asados a la parrilla, según confirman tanto las fuentes musulmanas como las cristianas. Cuando dos años más tarde los cruzados consiguieron conquistar Jerusalén, lo primero que hicieron fue lanzarse al pillaje y organizar una impresionante carnicería, degollando a casi todos sus habitantes. Los judíos supervivientes fueron encerrados en una sinagoga y quemados vivos dentro. (1)
Así pues repetimos: esta no es una historia de buenos y malos. Esta es la historia de la peculiaridad de Occidente: en Occidente la filosofía fue incorporada a la maquinaria de pensamiento religioso, cosa que no ocurrió en ninguna otra parte. Por lo tanto no es cierto que el Islam tiene pendiente una asignatura: ya lo intentó, y lo resolvió en el siglo XII. Y lo resolvió a favor de la irracionalidad y de la literalidad de un Libro Sagrado de una manera que impedía todo pensamiento fuera de él, ni siquiera (y esto es crucial) para defender la fe, como en el caso cristiano.
El pensamiento de Al Gacel, muerto en 1111, es el perfecto resumen de esta conclusión: desde un perfecto conocimiento de la filosofía tanto griega como árabe, judía y cristiana , declara que es completamente prescindible y aniquilable. La revelación basta y sobra, y está expresada por las palabras del Profeta, tras el cual ya no vendrá ningún otro. La palabra ha sido dada y no hay posibilidad sino de sumisión. La enorme potencialidad racionalista de portentos como Ibn Rushd (Averroes) y como Ibn Sina (Avicena), cada uno en uno de los polos islámicos del momento (Córdoba y Bagdad) queda así anulada en favor de la revelación.
Hoy el pensamiento de un santo Tomás (fruto muy cercano de los hechos que comento) nos parece pueril, pero significa ni más ni menos que la continuidad del pensamiento racional. Al servicio de la Iglesia, con la fórmula "philosophia ancilla theologiae" (la filosofía como sierva de la teología), pero al menos viva. Esa diferencia fue la condición de posibilidad de un pensamiento racional despegado de la teología siglos después a partir de Descartes. El Descartes musulmán no llegó nunca porque había muerto la posibilidad de su existencia en el siglo XII. Y hoy el mundo musulmán recoge esos frutos con un pensamiento paupérrimo que se refleja por doquier.
Aún se producirán enormes muestras de esplendor, como en el reino nazarí de Granada, pero ya no serán muestras de pensamiento, sino artísticas. Luego, ni eso.
(1) https://elpais.com/elpais/2012/03/21/opinion/1332331541_776723.html
(1) https://elpais.com/elpais/2012/03/21/opinion/1332331541_776723.html
sábado, 17 de noviembre de 2018
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La cara b |
En un acto, uno de los oradores hizo
notar que el narrador es uno de los personajes del relato, algo que
todo aquel que haya intentado escribir cualquier cosa sabe, pero que
no está de más recordar.
Así pues, en este breve texto, el
narrador manifiesta que ha tenido mucha suerte en la vida, porque le
ha permitido ver la cara b de mucha gente. Algunos solo ven la cara a
de este, de aquel, del otro. Ante ciertas personas, alguien puede ser
simpático, aplicado, sugerente, ingenioso, e incluso zangolotino, y
ante otras puede presentar la cara b.
Nadie tiene dos caras, de modo que la b
es la auténtica. Quienes solo ven la cara a de la gente viven en un
mundo de fantasía, irreal, fingido.
En esta vida todo está compensado.
Quienes se permiten el lujo de tener una cara más, la b, carecen, en
cambio, de cordialidad, que es la que permite medir a las personas.
Los que tienen cara b (ya he dicho antes
que solo tienen una, pero ‘parece’ que tengan dos), suelen ser
elitistas, que es una de las formas de la estupidez y también de la
atrocidad.
Ser clasista es creerse superior a otros.
Pero, si nadie se conoce por entero a sí mismo, tampoco puede conocer
a los demás, ni sentirse superior. El alma de la
persona más humilde puede contener una grandeza de la que ni él
mismo es consciente. Uno se puede sentir superior a otros en una o
dos facetas de las muchas de que se compone el ser humano.
Es por eso que la cordialidad permite
tener una idea sobre este particular. Quienes cultivan esta cualidad
reconocen en el Otro la posibilidad de que sea grande. Quienes no la
cultivan, pero en cambio sí la cara b, saben que la grandeza no va
con ellos, por lo que tampoco se la reconocen a otros.
Unos saben que están en deuda con la
humanidad desde que nacen y otros quieren vivir a su costa.
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