Está
de moda hablar de personas tóxicas, pero en lo que a mí respecta
prefiero examinar caso a caso, salvo si la enemistad del indicado
hacia mi persona es obvia. Por lo general, es difícil averiguar si
en la otra persona hay maldad, o su comportamiento se debe a
cualquier otro motivo. También hay que tener en cuenta a esa masa
que busca motivos para despreciar a alguien, lo cual le sirve para
reafirmarse. Creo que tiene alguna similitud con los fariseos.
Hay
quien ayer era amigo mío y hoy es lo contrario. Se debe a que
primero tuvo una visión de mí y luego otra. Ya se ve que pongo un
ejemplo cercano. La capacidad perceptiva de las personas es mudable,
sobre todo cuando se tiene al prójimo como un medio y no como un fin
en sí mismo.
En
mi opinión, es posible entenderse hasta con psicópatas o
paranoicos, sobre todo si se sabe que lo son y se conocen los métodos
para no salir perjudicado. Cuestión distinta es, como he dicho
antes, si ya la han tomado con uno, en cuyo caso hay que tomar
medidas.
Los
hay que han leído Los
malos del cuento, y están
conformes con lo que dice, y
aprovechando la cuestión se les habla de las “hazañas” de un
grupo de personas, que,
objetivamente, pueden calificarse de fechorías. Pero
si se da el caso de que los autores de las fechorías sean amigos de
nuestros interlocutores, entra
en funcionamiento otra de las facetas humanas, que es la creatividad
interpretativa. A
las tales fechorías se les quita importancia, se inscriben dentro de
la normalidad cotidiana, e incluso de lo inevitable. Se
banaliza el mal. Y hasta a
Hanna Arendt si se metiera por
en medio. Es posible en estos
casos que la víctima resulte culpable, en la opinión de estos, o
más que boba.
En
definitiva, las llamadas personas tóxicas, quizá no lo sean con
todos.