Hace poco tuve noticia de algo bello: uno
de mis amigos acompañó en un viaje de más de 200 km, a los que
había que añadir los de vuelta, con otro amigo suyo únicamente
para disfrutar del placer de hablar con él, puesto que se ven muy
poco.
No es que mi amigo no tenga nada que
hacer, sino que tiene todas las horas y todos los minutos del día
ocupados, pero sabe que no hay nada como disfrutar de la amistad.
El ser humano necesita de los demás.
Esto se ve claramente al pensar que todo el conocimiento que tenemos
se lo debemos a nuestros antepasados.
Quizá sea cierto que por cada uno de
esos momentos sublimes que depara la amistad haya que sufrir unas
cuantas coces, a menudo inesperadas. Los hay que disfrutan dando
coces, tanto que hasta las planifican. ¡Perdónalos, Señor, porque
no saben lo que hacen! Pero si uno se protege para no recibir esos
golpes, o sea, se cierra en banda, también evita con ello los goces
de la amistad.
Si bien se piensa, tener una auténtica
amistad y poder gozar de ella merece todos los contratiempos que haya
que sufrir. Porque se olvidan, mientras que el placer de la amistad
perdura y proporciona relajamiento.
Quien conoce la amistad y la disfruta no
da coces, puesto que no siente la necesidad de hacerlo, lo que
procura es hacer crecer esa capacidad para sentir amistad y
recibirla. Y siente compasión por quienes careciendo de ella
intentan dañar al prójimo.
Conviene apuntar que los hay que solo
acarician a los de su tribu, o secta, o facción, de modo que si
alguno se sale de ella dejan de tratarlo. Eso no es amistad y, por
tanto, no puede proporcionar ningún placer.
Mi deseo de fin de año es pues desearles
el regalo de la amistad.