Quien haya estado en Auschwitz, y
sobrevivido, ya no puede ser el mismo. Después de haber asistido a
tanto horror no es fácil volver a la normalidad. No hubo bajeza,
traición, villanía, crueldad, infamia que no tuviera lugar allí.
¿Y qué pensarían de sí mismos los nazis? El ojo humano lo
registra todo y aunque luego el cerebro se niegue a interpretarlo
correctamente queda en el fondo de uno mismo, influyendo en la
conducta.
Pero todos hemos estado en Auschwitz,
porque nos lo han contado y porque no hay ni uno solo que no sea
capaz de imaginar hasta el mínimo detalle lo sucedido. Todos hemos
visto o llevado a cabo hechos que proyectados son como los de
Auschwitz.
Y, sin embargo, ahí estamos, cultivando
el narcisismo, magreándonos unos a otros, haciendo la pelota sin
parar, a la espera de que el machoman de turno, ese ser egoísta y
arbitrario, nos dedique una sonrisa, un guiño, una palmadita en la
espalda.
Lo de Auschwitz, por otro lado, tampoco
debió de sorprender a nadie. Anteriormente, muchos ejemplares
humanos ya habían preludiado el nivel de bajeza hasta el que podía
llegar el género humano. El horror no surgió con los nazis, sino
que ellos se sirvieron de lo que ya había antes, quizá
perfeccionando algo, o haciendo variaciones.
He aquí pues que la historia, cuya
función sería la de convertirnos a todos en adultos, si acaso
conservando aquella parte de la infancia que sirve para soñar sin
hacer daño, se sigue usando para fomentar narcisismos, individuales
también, pero sobre todo colectivos.
Otra vez sembrando la semilla que puede
dar lugar a un nuevo Auschwitz, otra vez cerrando los ojos, en el
intento de olvidar atrocidades pasadas, en lugar de poner los medios
para que no se vuelvan a repetir, que consistiría en arracimarse en
torno a la justicia, en torno a la verdad y la razón.
Auschwitz existió y nos mostró lo peor
de nosotros.