Andamos en la adolescencia tratando de
reafirmar nuestro ego, y muchos persisten en esta tarea durante toda
su vida, sin caer en la cuenta de que este asunto, y otros, está
resuelto en la Biblia, entre cuyos autores hubo unos cuantos geniales
y entre todos dejaron constancia del modo de pensar imperante en
aquellos tiempos.
El caso es que uno de los geniales, el
autor del episodio de la zarza ardiente, lo dejó claro: Yo Soy el
que Soy. Los demás, no somos. Tampoco podemos pretender ser, puesto
que nuestra vida es efímera. Cuando vamos a creernos que somos
alguien ya nos hemos muerto y los hay que se consuelan pensando que
han sido incluidos en la Enciclopedia Británica. Parco consuelo para
un muerto. ¿Qué hacer ante esa realidad? Pues también está en la
Biblia. Otra genialidad: ‘Por sus obras los conoceréis’. Uno es
lo que hace. Es decir, si hace el mal, es un malvado; si hace el
bien, es un bendito. Lo que ocurre es que nadie es perfecto, de ahí
que nadie pueda ser. Queda en pie, pues, el propósito, la intención
predominante. Ser útil a la sociedad, hacer el bien todo lo que se
puede. Hay personas que han alcanzado un gran virtuosismo en este
punto. Otras, en cambio, fracasan de forma lamentable. En su fuero
interno se saben ruines. Esto les crea un gran malestar, porque todo
ser humano necesita creerse bueno. El modo de resolver este resquemor
interno consiste en procurar hacer todo el bien que esté en su mano,
pero no pueden, no quieren hacer el bien. ¿Qué solución adoptan?
Pues la de convencerse que hay otros peores que ellos. Y en ese
empeño pasan la vida, tratando de destruir a otros, a los que no
cabe duda de que superan en maldad, presentándolos como malos,
difamándolos, gastando sus fuerzas en vano al cabo, porque su
desazón íntima sigue, y sigue, y sigue...