Todo el mundo piensa en el más allá,
incluso quienes piensan que tras la muerte no hay nada. Se puede
interpretar que muchos piensan así porque les conviene.
Tal vez, a mí me convenga también, pero
tengo la costumbre de ponerme en lo peor, para tratar de evitarlo y
si no puedo que no me pille desprevenido. Lo cual significa que no
doy por seguro que tras la muerte no haya nada. Una de las
posibilidades que me planteo tiene mucho que ver con el Aleph. Unas
cuantas líneas del cuento pueden servir como introducción:
«-¿El Aleph? -repetí.
-Sí, el lugar donde están, sin
confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los
ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño
no podía comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el
hombre burilara el poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil
veces no. Código en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable
mi Aleph».
Lo que imagino como una de las
posibilidades es que quien llega al otro mundo, de pronto lo ve todo.
Todos los pensamientos y todos los hechos de todos. Y ve con toda
crudeza todo el mal que ha hecho y las consecuencias que ha
desencadenado ese mal. Y me doy cuenta de que al ver, con toda
crudeza y sin posibilidad alguna de recurrir al autoengaño, las
propias acciones el dolor debe de ser muy grande. Eso me lleva a
pensar que cada vez que viene a mí algún recuerdo que tenga que ver
con alguna maldad sufrida y como reacción yo maldiga al causante, ya
fallecido, éste es posible que sufra mi reacción en el otro mundo,
lo cual le cause un gran dolor, ya en una dimensión distinta de la
nuestra.
Entonces es cuando comprendo que para
adquirir la condición humana es necesario hacer uso de la virtud del
perdón.