Tengo un
puñado de amigos “kirchneristas”
que
encima son mis mejores amigos.
Ellos
prefieren no registrarse, pero son los mismos a los que llamábamos
psicobolches
o psicoprogres.
Yo
los llamo
fascioprogresistas a
la criolla. En las elecciones legislativas de octubre del 2013
votaron –por pudor estético- a una agrupación minoritaria de
centro izquierda no tradicional, pero yo sé que sufrieron con mucho
dolor la derrota del kirchnerismo. Continuaré hablando de ellos pero
en singular, como si de todos hiciera uno, como quien habla de la
hoja
de
manera
universal
para referirse a todas las hojas.
Mi amigo niega
su condición de adicto al kirchnerismo como el alcohólico niega su
alcoholismo, y somos amigos simplemente porque nos queremos mucho,
más allá de cualquier idea pasajera. Sin embargo los dos hemos sido
poco inteligentes, y sobre todo yo: hemos dejado que la política nos
separe. Por suerte, el amor de amigos es un amor que nace del alma, y
no del lugar superficial en donde anidan las ideologías.
Hasta hace
unos diez años solíamos hablar de política, coincidiendo a veces,
pero siempre entendiendo que el disenso nos enriquecía a ambos.
Estas charlas ya las teníamos desde la más cándida adolescencia
en el 78 en plena dictadura militar, en el patio centenario del
Colegio Nacional. Mi amigo me enseñó –por ejemplo- que había
muertos y desaparecidos, algo que a mí me resultaba totalmente
fantasioso. El me sacó la venda que tapaba mis ojos y él me hizo
comprender que nadie debe ser sacado de su casa y ser condenado sin
juicio previo, que el Estado no puede ejercer el terror sobre ninguna
persona ni sobre ningún grupo de personas; me enseñó que los
militares argentinos de entonces hicieron algo parecido a lo que
hicieron los fascismos europeos de mediados del siglo XX y Stalin en
la URSS. Con el tiempo supimos que fue también algo parecido a lo
que hizo Fidel Castro y el Che Guevara en Cuba después de la
Revolución, en la masacre de la fortaleza La Cabaña, entre otras
violaciones a los derechos humanos. Creo que él también aprendió
algunas cosas de mí, que no tiene sentido mencionar ahora. Los dos
leíamos los mismos libros, nos embriagábamos con Nietzsche sin
entenderle un ápice y divagábamos por la literatura
hispanoamericana con placer. Sospechábamos que el bien y el mal que
conocíamos hasta entonces, eran por lo menos, categorías
arbitrarias. Ya en el regreso a la democracia, a él lo sedujo
Alfonsín y a mí Manrique. Parecía que nos distanciábamos, pero no
fue así porque ambos sabíamos que en el fondo no había demasiadas
diferencias entre los dos líderes, a tal punto que Manrique terminó
siendo diputado en las listas del radicalismo en el año 87, cargo
que no quiso ocupar por padecer una enfermedad terminal. Aún con sus
defectos, no tengo dudas: aquellos políticos eran más honestos y
mejor preparados que los que vinieron después. Pero sigamos, que la
nostalgia no ensucie mi relato, porque conviene que el mundo sea
visto hacia delante.
Algo nos pasó
en estos últimos diez años. Yo tengo pocas ganas de verlo y ya no
quiero escucharlo, pero tampoco quiero ofenderlo con alguna diatriba
mía hacia el gobierno actual de sus amores. Es que cada vez nos
entendemos menos: somos como esos matrimonios viejos que sólo tienen
en común a los hijos y el recuerdo de haberse amado, con la
diferencia que en este caso, con mi amigo, nos seguimos amando.
Cuando yo le insinúo que los planes sociales son recetas demagógicas
él me habla de la distribución del ingreso, cuando le digo que
están arriesgando el sistema republicano, que la división de
poderes va desapareciendo, o que el poder judicial es subalterno del
ejecutivo, y que la mayoría en el Congreso vota con el sí de los
esclavos, él me dice que la genética natural del poder es siempre
crecer más, y que no está mal que todos los poderes apoyen al
unísono un proyecto popular; cuando le expreso que no es bueno que
los presidentes y funcionarios nos roben, cuando le hablo de
corrupción, él me lo minimiza todo y me dice que es una
consecuencia más de la riqueza alcanzada en estos años, que todos
los gobiernos han sido corruptos a lo largo de la historia; cuando le
digo que los medios de comunicación del Estado no deberían denostar
permanentemente a los opositores con la plata de todos, me dice que
el gobierno tiene que tener a alguien que lo defienda frente al
enorme peso de los medios monopólicos; cuando le digo que no fueron
30 mil los desaparecidos sino 12 mil, me dice que en esa cuenta se
incluyen los que no se animaron a hacer las denuncias; cuando le pido
que vea el gasto fiscal exorbitante, me dice que eso promueve el
consumo interno, motor de la economía; cuando le pregunto si está
de acuerdo con las persecuciones ideológicas que se producen en las
universidades del Estado por parte de autoridades, profesores e
incluso de algunos Centros de Estudiantes contra quienes solo piensan
diferente, me dice que seguramente son casos aislados y que para nada
los justifica; cuando le digo que modificar la constitución para
eternizarse en el poder era una mala idea, me dice que siempre hay
que respetar la voluntad popular, sea la que sea. Si le hablo de
inflación o de devaluación él me habla de la conspiración de los
bancos y de Shell y me enrostra la última década como la mejor
época que vivió la Argentina. A mi amigo “K” le encantan las
estadísticas, y cuando le digo que las del INDEC no son creíbles él
me dice que las de Clarín, Nación y Perfil tampoco.
Ya ven, con
mi amigo “K” ya no puedo hablar de política. Ahora cuando nos
juntamos, con un gesto de respeto mutuo y de autocensura, sólo
hablamos del pasado, de las minas que nos gustaban o de alguna comida
con muchas calorías; nos preguntamos de manera recíproca si
necesitamos algo y nos decimos repetidas veces lo mucho que nos
queremos mientras nos abrazamos con efusividad. Pero ya no citamos a
Unamuno, ni a Freud ni a Vargas Llosa o a García Márquez, no
comentamos “El
llamado salvaje”
de Jack London, ni “El
lenguaje analítico de John Wilkins”
de Borges, no sea cosa que en la cita se nos filtre algún
pensamiento que se insinúe como ideológico y echemos así a perder
una reunión de amigos. El tiene un claro temor: que yo no entienda
que el mundo debe redistribuir mejor la riqueza; a mi amigo le da
pena que yo naufrague en el barro de los conceptos del liberalismo
decimonónico. Por mi parte, un claro temor acecha mi espíritu: que
por las rendijas del alma de mi amigo “K” se vayan enhebrando
como quistes en metástasis, las pasiones que animan su pensamiento,
para terminar mirando la vida, la realidad –y la amistad- con los
ojos del sectario o del fanático religioso.
Estoy esperando
que se vaya este gobierno, ya no porque me importe tanto mi país,
sino por un motivo mucho más egoísta: yo quiero volver a juntarme
con mi amigo.
Francisco
Javier Guardiola