Es comúnmente aceptado que hablar con
corrección es respetar al prójimo. Y así es por lo general,
quienes hablan o escriben sin esmero, ni cuidado, demuestran con ello
que la opinión ajena, por fundada que esté, no les afecta. Pero
tampoco hay que tomar las cosas al pie de la letra, siempre hay que
examinar caso por caso y averiguar si es descuido o falta de
instrucción.
Digo esto porque, como todo el mundo debe
saber, hay personas que no tienen ningún dominio de la gramática ni
de la sintaxis, pero se ve que se esfuerzan en hacer las cosas del
mejor modo que pueden. Esta observación queda confirmada al advertir
en ellas que también se esfuerzan en ser educadas y cordiales. Y
entonces recordamos a esas otras que sí dominan todos los secretos
del lenguaje, pero son tremendamente egoístas y carecen por completo
de curiosidad hacia el prójimo, que sólo les interesa si les
resulta de alguna utilidad. De modo que cabe preguntarse si su
ilustración les sirve para profundizar en su humanidad o en su
bestialidad.
Lo mismo ocurre con esas otras personas
que se presentan como muy sensibles y capaces de captar cualquier
matiz en las artes o en la vida y de pronto se quitan el disfraz y
nos muestran su sectarismo. Nadie tiene la obligación de acertar en
sus ideas, sino tan solo que sean legales. No es lícita la idea de
recurrir a la guillotina, o de desear una dictadura, pero dentro de
la democracia el campo es suficientemente amplio. Por tanto, quien
desdeña al prójimo por sus ideas es porque respeta a ningún ser
humano. También los hay que necesitan hacer daño a alguien, hoy a
este, mañana a aquel, pasado mañana a otro. Se proveen de
coartadas, una, dos o cinco. Basta con fijarse en Otegui para ver la
facilidad con que se consiguen. Una vez pertrechados con ellas ya se creen
con derecho a hacer el mal.
El narcisismo prolifera hoy en día.