El
peral es mío. A veces pienso que lo sabe y que le gusta ser de mi
propiedad. Es cierto que si viviera en un campo salvaje sería libre,
pero también lo es que en ese caso tendría que competir con otros
árboles por la luz del sol y el alimento del suelo. Y que en
esta lucha no tendría garantizada la victoria ni mucho menos. Todo
dependería de los vecinos que le hubieran tocado en suerte. Los hay
contra los que es imposible luchar.
Además
de competir con otras especies vegetales,
también tendría que soportar a otros seres, éstos del reino
animal, que abusarían de él de todos los modos posibles.
Por
esas cosas pienso que el peral, en mi terreno, se siente cómodo y me
está agradecido. Ningún otro árbol le disputa la luz solar y en el
suelo tiene el alimento que necesita, sin que ningún otro vegetal se
lo dispute. Está acompañado, hay otros árboles, situados a la
distancia conveniente para que sirvan de compañía sin ser molestos.
Y de la especie animal que pudiera hacerle daño también está
protegido. Por otro lado, se procura tenerle a salvo de las
enfermedades que le amenazan.
Da
unas peras grandes, hermosas, de exquisito sabor. Si el peral
estuviera en un bosque le caerían al suelo cuando estuvieran
maduras, en donde se pudrirían la mayoría y algunas de ellas serían
comidas por animales a los que lo mismo les da comer una cosa que
otra.
A
veces pienso que cuando me acerco al peral y lo miro cargado de
frutos rebosa satisfacción. Como si dijera: me has cuidado todo el
año y ahora te ofrezco esto, para que disfrutes. Tomo una pera y me
dispongo a comérmela delante de él, para que vea cuánto me gusta.
La manoseo, porque me gusta el contacto con su piel, la miro, tiene
un color precioso. El peral sabe que yo distingo una pera de otra y
que cada una ofrece un matiz diferente en su sabor. Me como despacio
la pera que tengo en las manos y al acabarla selecciono otra, para
comérmela también.
El
peral y yo congeniamos.