A nadie le extraña que las moscas se
agolpen en torno a los ricos. A los pobres, sean cuales sean sus
méritos, por lo general, se les da limosna.
Lo dijo algún pensador: si en lugar de
los resultados se tuviese en cuenta el esfuerzo de cada uno, nos
llevaríamos muchas sorpresas. Con anterioridad lo había dicho
Cervantes: más vale merecer que alcanzar.
Sin embargo, son pocos los que piensan y
muchos los que actúan instintivamente, incluso los hay de estos
entre los que presumen de pensadores. Los hay que diseccionan lo que
sea y actúan como las moscas.
Entiéndase la palabra ‘ricos’ como
sinónimo de poderosos. Aunque no todos los ricos sucumben al influjo
del poder, creo que sí lo hace la mayoría. Aunque sea tan
inteligente como Juan Roig, el dueño de Mercadona, que se cree
capacitado para hacernos hablar catalán a los valencianos. Pero no
todos los poderosos son ricos, también los hay que tienen algún
predicamento, alguna ventaja sobre los demás que impulsa a muchos a
tenerlos como jefes de sus manadas.
Un poderoso tiene que comportarse de
forma arbitraria y con prepotencia. Si no lo hace así pierde el
favor de su público. Al actuar de forma arbitraria admite su derrota
en esa lucha vital de cada uno consigo mismo. Esto es lo que hace que
las moscas, los numerosos enjambres de moscas, lo reconozcan como uno
de los suyos, le aplaudan y le vitoreen.
Si tratara de actuar de forma coherente,
de acuerdo con unos códigos de vida y ajustado a la razón a todas
esas moscas comenzaría a resultarles incomprensible, le volverían
la espalda y dirían de él (o de ella) que es un amargado (o
amargada).
De todo esto se infiere que el arte de
vivir es muy complicado y que a poco que te descuides quedas excluido
de todas las listas, de todos los grupos, de todos los infiernos.