Es una bella y esquematizada composición.
La artista, fiel a los principios que inspiran su obra, nada proclive
a los amaneramientos ni a dejarse influir por las modas o gustos
pasajeros, aborda este mito con la elegancia que es natural en ella y
el toque pícaro que demanda la escena.
La elección de los materiales ya denota
el buen gusto de la autora. La diferencia de colorido entre Adán y
Eva, más suave el de ella, rayado el de él; de color más claro y
de forma más lisa la figura femenina, más oscuro y con rayas, que
inducen a pensar en una piel más ruda, la masculina.
A una altura estratégica está la
serpiente, enroscada en la figura de Adán, cuya mirada reclama la
complicidad de la hoja de parra, que la tiene enfrente, y ya se ve
que la encuentra, porque está con el peciolo hacia abajo, al revés
de como se suele representar, lo que significa que se ha rendido a
los encantos del reptil, lo cual confirma también su posición,
semejante a la de una puerta que se abre.
La serpiente lanza la lengua hacia la
hoja, que emana efluvios amorosos, mientras que su cola reposa en
actitud confiada.
En el cuerpo de la mujer hay otras
marcas, que vienen a ser como adornos que la embellecen,
contribuyendo a disipar la rutina.
La figura femenina es de líneas más
estilizadas, mientras que en la masculina contiene cortes más
abruptos.
Una manzana, de la que sale un gusano,
con lo cual se señala que tampoco es virgen, en la cabeza de la
figura masculina, como si estuviera saboreando mentalmente la
tentación, viene a completar la alegoría.
También conviene resaltar que los
cuerpos en sí no denotan ninguna emoción, sino que todo ocurre
entre la serpiente y la hoja de parra, como viniendo a significar que
todo lo que ocurre en la escena es natural, o propio de la condición
humana.
Vicente Torres