Podría haber puesto como título ‘falta
de educación’, porque si no hay educación tampoco puede haber
ternura, y sin ternura la vida se hace difícil.
Vivimos tiempos en que los ignorantes,
que tanto proliferan, piensan que la educación, los buenos modales,
o la misma cortesía no sirven para nada y dan rienda suelta a su
estupidez. Sí, piensan que la estupidez es uno de tantos derechos
democráticos. Ignoran que después de la cortesía no hay nada y que
si se pierde ésta se pierde todo.
Es fácil que hoy en día alguien haga
una confidencia banal a una persona con la que tiene un trato
esporádico para ganar su momentánea simpatía, y que ésta utilice
esa confidencia para menospreciar a quien se la ha hecho. He ahí un
ejemplo de falta de ternura. Pero es que el personal necesita
despreciar y menospreciar para sentirse más. ¿Más qué?, cabría
preguntar.
Se puede ser más que otro en un campo,
¿pero en todos? A lo largo de mi vida he conocido a muchos que han
querido demostrarme que eran más que yo, pero no recuerdo que nadie
haya querido demostrarme que era o es mejor persona. Por ahí van los
tiros, quiero decir que la falta de ternura es, precisamente,
consecuencia de esto.
En estos tiempos que corren hay un
crecimiento del egoísmo (¿cómo es que los partidos de izquierda no
promueven lo contrario?), un repunte del narcisismo (esto es propio
de una sociedad inmadura, o sea, que a pesar de tener tantos
políticos la sociedad empeora), un auge de la prepotencia (lo cual
propicia la violencia, moral o física, contra los más indefensos),
lo que demuestra que una cosa es hacer creer que se combaten
determinados fenómenos y otra que realmente se haga, porque a lo
mejor, lo que se fomenta, a sabiendas o sin querer, es lo contrario.