Deben de ser casi las 10 de la mañana. Digo "deben" porque no he traído reloj. Ni nada. Solo tengo en la mano mi DNI. Estoy vestida con una falda de tres tiempos, un polo sin mangas y un par de sandalias sin taco, según lo indican las reglas. Se acerca una mujer policía y me pide que estire el antebrazo derecho para estampar un sello redondo ilegible y con un plumón negro de punta gruesa, ya gastado por el uso, me escribe en la piel que soy la número 227. Sí. Y es que estoy en medio de la fila para entrar a la cárcel de mujeres. He venido con una amiga a visitar a alguien que por azar del destino y la tragedia cayó abruptamente en este submundo surrealista que puedo describir mejor si a la par imagino "El grito" de E. Munch.
Durante las siguientes horas me dispongo a ser una rea más porque así es como me siento y como se desenvuelve todo. He salido de mi burbuja para entrar en un lugar desconocido y hostil. Estoy de pie, afuera del penal, casi pegada a una sucia pared que si pudiera hablar seguramente nos contaría muchas tragedias. Me veo rodeada de todas estas mujeres a punto de ingresar a visitar a sus madres, hijas, hermanas, parientes, amigas... así, como yo. Aquí no existe cada una ni cada cual. Todas somos iguales.
Vamos entrando, de veinte en veinte. A este paso, calculo que tardaremos un poco más de una hora. Por fin se abre el portón metálico, entramos a una cancha que ya está copada de gente. Una policía nos ordena ahora que estiremos el brazo izquierdo para estamparnos otro sello redondo más grande, con un tampón cuya tela debe haber sido estebada muchas veces con tinta negra sacada de sabe Dios dónde y esta vez me mancha buena parte del antebrazo. El lugar no puede ser más deprimente. No ha pasado una mano de pintura por aquí desde hace mucho tiempo y la suciedad está presente en todos lados.
Llego a la "mesa de partes" que no es otra cosa que un tablón largo dividido en dos filas. Me acerco para llenar una ficha con mis datos personales y el nombre de la persona a la que voy a visitar, entregando mi DNI. La policía "recepcionista" vuelve a pedirme que estire el brazo izquierdo para que pueda anotar, esta vez con lapicero, el número de la casilla donde guardará mi identificación hasta la salida. Me doy cuenta de que acabo de convertirme en lo que siempre he detestado ser: un número más. Ahora soy la "80-B".
Estoy casi a punto de terminar las revisiones porque no he llevado nada para mi amiga; de lo contrario, tendría que haber hecho una nueva cola para que revisen cada alimento minuciosamente, oliendo y apretando la fruta, manoseando el pan, destapando y oliendo gaseosas, metiendo un palo de tejer dentro de las botellas de yogurt para verificar que no haya drogas, armas... En fin, recién estoy reconociendo el terreno y me siento algo tonta cuando pregunto a cuanta mujer me mira, cómo son las cosas por aquí.
Me toca la temida revisión personal. Entro en uno de los tres apartados malamente improvisados, hechos de triplay desgastado por el paso de los años, muy sucios por la ausencia de agua y detergente, que se cierran con una manoseada cortina roja. La policía procede a verificar con sus manos que no haya llevado nada dentro de mi ropa ni adherido al cuerpo. Al parecer, tengo suerte porque el procedimiento no me causa ninguna humillación personal y a los 15 segundos paso a formar la última fila para ingresar por fin al patio de visitas.
He perdido la noción del tiempo. Normalmente calculo bien la hora pero esta vez soy incapaz de hacerlo. No sé cuánto tiempo puede haber pasado... Deben ser las 11:30 de la mañana.
Entramos al corredor que nos lleva a nuestro destino. No puedo negar que me siento como si estuviera caminando hacia el cadalso, pero los nervios no me pueden traicionar porque mi angustia no les deja lugar. Aparece un gran patio lleno de mujeres de todas las razas, edades, colores, expresiones y sentimientos. Muchas están conversando con sus visitas sentadas alrededor de mesas de plástico blanco que tienen un hueco en el centro, hecho a la mala para poder colocar unas sombrillas azules de vieja armazón aunque más o menos limpias, a decir verdad. Otras, simplemente conversarán paradas porque no llegaron a tiempo para "comprar" un sitio.
En ese patio, todo servicio cuesta uno o dos soles. Pienso: "felizmente no es mucho dinero para comprar un poco de dignidad", pero luego me pongo en el lugar de aquellas presas que no tienen ese sol ni alguien que las visite ningún miércoles, sábado o domingo, y me vuelve la angustia. ¿Cómo vivir presa y dignamente en un lugar así? Hay talleres de artesanías y manualidades que les permiten olvidar por un momento sus penas y rebajar el tiempo de sus condenas. Imagino que si venden lo que ellas hacen, podrían agenciarse unos soles para no tener que tomar sopa aguada todas las noches y comer algo más agradable, por decir lo menos.
Previamente instruidas, le pedimos a una "llamadora" que ubique a nuestra amiga. Pega un grito destemplado con su nombre y la encuentra de inmediato. Ella nos mira con incredulidad. Nos abrazamos. Mientras tanto, la diligente llamadora nos consigue un par de sillas y una sombrilla azul para que podamos sentarnos a conversar con ella bajo el sol abrasador. Lo que sigue a continuación lo dejo en el ámbito de la privacidad.
Llega la hora de irnos. Nos despedimos porque van a ser las 12:30 de la tarde y si perdemos ese turno de salida no podremos retirarnos hasta las 2, porque una vez que has entrado al penal eres un número más y pase lo que pase, deberás permanecer en el recinto hasta que las supervisoras abran el portón, lo que ocurre cada tres horas y media. No hay lugar a claustrofobias. Las visitas empiezan a las 9 de la mañana y terminan a las 4 de la tarde, hora de la tercera y última salida.
Volvemos a hacer fila para salir del patio de visitas. El sol inclemente de Lima se niega a darse cuenta de que ya estamos en otoño y nos agobia. Nos encierran en un segundo patio donde esperamos media hora más para que nos trasladen hacia el corredor por donde ingresamos. Esta vez nos forman en tres filas. Las de la izquierda y derecha se sientan en bancas pegadas a la pared; a nosotras nos toca la fila del medio y con resignación esperamos de pie otra media hora para que abran la reja que nos llevará al portón inicial que habrá de llevarnos al mundo del cual salimos para entrar en este infierno. Llego a casa a las 2 de la tarde.
Solidaridad. Algo que va más allá de esta sordidez y me hace libre. Es impagable el valor de un abrazo sincero.
Volveré a visitarla una vez al mes.
Lima, 16 de abril de 2008
Marisol O'Connor
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