Lo maravillosamente normal.
Desorientaciones
Desearía desvelar lo «normal», lo desconocido, lo insospechado, lo increíble, la enormidad normal. Lo anormal me lo ha dado a conocer. Lo que ocurre, la prodigiosa cantidad de operaciones que a lo largo de la hora más apacible llega a realizar el hombre más vulgar, sin apenas darse cuenta, sin prestarle la menor atención, como un trabajo rutinario que sólo le interesa por su rendimiento y no por sus mecanismos, sin embargo maravillosos, bastante más maravillosos que esas ideas de las que tanto se enorgullece, y a menudo tan mediocres, manidas e indignas de ese aparato fuera de lo corriente que las descubre y las maneja. Desearía desvelar los mecanismos complejos que hacen que el hombre sea, ante todo, un operador.
Un buen día, en el cine, después de haber tomado hachís, mientras seguía en la oscuridad una película anglosajona, empezó a formarse en mí una carencia desconocida, extraña, desagradable, que no tardó en hacerse intolerable: no lograba saber, por más esfuerzos que hiciera por dar con ello, en qué ciudad del mundo me encontraba. Como esa necesidad excedió, por fin, mi goce y mi paciencia, acabé por salir. Afuera no había más que París, París, la orilla izquierda, y eso era todo. ¿Debía entrar de nuevo en el cine? Dudé. Renuncié a ello. Enfrentarme de nuevo a aquella negrura sin jalones no me convenía. Sin duda había vuelto a dar con la situación. Parte de la situación. Por momentos, la situación; pero de modo inasequible, irregular, la volvía a perder de diez, de cien modos distintos. ¿Qué ocurría? Me encontraba desorientado. ¿Qué quiere decir? Desordenadamente desorientado por desorientaciones múltiples, incesantes, incesantemente diferentes, imprevisibles; abrumado por interrupciones de orientación. Era obligado reconocerlo: desde que había nacido había dedicado la mayor parte del tiempo a orientarme.
Obligatoriamente alerta, golpeado sin tregua por los estallidos, los choques, las llamadas que desde todas partes señalan, advierten, alertan, desde siempre había deseado, como cualquier hombre, analizar la situación, analizarla varias veces cada segundo, y volver a analizarla, como un navío en medio de lo extraño, de la extranjería, obligado a esas indispensables operaciones para mantenerme en un estado de conocimiento de la situación indefinidamente cambiante.
Es en esto en lo que se ocupa la inteligencia, de modo capital y prioritario, y no en lecturas, estudios, exámenes. No acababa de creérmelo. Había sido un adormecido y un soñador que, sin saberlo, simultáneamente, había estado prodigiosamente alerta y rápido. Perezoso y quimérico, no por ello había sido menos diligente, e indagador, y hurgador, y explorador. Todos lo somos. ¿Cómo es posible?
Al igual como el estómago no se digiere a sí mismo, porque es importante que no se digiera, el espíritu también está hecho de tal modo que no es capaz de percibirse a sí mismo, de captar directamente, constantemente, su mecanismo y su acción, pues tiene otras cosas que percibir.
Yo había precisado de la perturbación insidiosa de una droga, gracias a la cual «eso» se había detenido, para permitir que, por fin, a edad ya avanzada, percibiese verdaderamente, experimentalmente una función tan importante, casi omnipresente, y su incesante acción que acababa de cesar. Ese abismo de inconsciencia cotidiana, súbitamente descubierto, desconcertante, y que jamás iba a poder olvidar, me advertía que debía buscarla en otras partes, ya que era, también, omnipresente, al extremo que casi se podría decir que el pensar es inconsciente. Y sin duda lo es un 99%. Una centésima de consciente debe bastar.
Microfenómeno por excelencia, el pensar, sus múltiples influencias, sus múltiples y silenciosas micro-operaciones de dislocamiento, de alineamiento, de paralelismos, de desplazamientos, de sustituciones (previas a alcanzar un macropensamiento, un pensamiento panorámico) escapan y deben escapar. Sólo pueden ser seguidas, y excepcionalmente, bajo el microscopio de una atención desmesurada, cuando el espíritu monstruosamente sobrexcitado, por ejemplo bajo el efecto de una fuerte dosis de mescalina, modificado su campo, ve sus pensamientos como partículas, que aparecen y desaparecen a velocidades prodigiosas. Entonces es cuando capta su «captar», estado que, de hecho, se halla fuera de lo ordinario, espectáculo único, y don que el drogado, sin embargo, llevado por otras maravillas y por gustos nuevos, por juegos del espíritu de los que anteriormente habría sido incapaz,apenas sueña con aprovechar.
Esta revelación singular, sin embargo, no pertenece a la categoría de las revelaciones capaces de convencer de inmediato a aquellos a quienes es relatada, a pesar, y tal vez a causa, de su excesiva y aparente evidencia, que puede resultar sospechosa. En ocasiones, el mismo ex-visionario, después de volver a la norma, después de esa conciencia tan viva de «eso» de la que sólo resta algo totalmente imperceptible, ya no sabe qué pensar.
Por fortuna esta manifestación reveladora no es la única. La droga, de muchos otros modos, con gran variedad de maneras, desenmascara al traidor, descubre, desvela las operaciones mentales, añadiendo conciencia allá donde no existía y, paralelamente, quitándola de allí donde siempre había estado presente, sorprendente juego de cajones que precisan, según parece, que unos se cierren para que otros se abran. Estos múltiples funcionamientos, normalmente ocultos, y que entonces pasan a ser detectables, son los que constituirán, de aquí en adelante, el objetivo de mi búsqueda -en frío. Necesito volver a encontrados, sin duda modificados, pero no totalmente, utilización de un mismo instrumento que no puede ser tan diferente.
Conscientes o no, deben hallarse ahi las microinvestigaciones, los micro-manejos, las micro-etapas, verdadero tejido del espíritu. Siento una especie de deber por reunirme con ellos. Jamás, jamás podré subrayar bastante el lado modesto, instrumental, del espíritu, su trabajo de obrero, después de haberlo conocido a punto de caer averiado, escapándoseme por zonas que, juntamente con otras zonas que empezaban a despertar, vigilaba a duras penas, y se me escapaba aun más de otro modo cuando, maravillosa pero peligrosamente activo, se desbocaba.
¿Qué podía hacer antes (cuando estaba normal) que no pudiese hacer después (en el estado anormal) y que, vuelto de nuevo a la normalidad, podía volver a hacer, y que, así, sucesivamente, decenas y decenas de veces he podido hacer, he dejado de poder hacer o he tenido facilidad y luego extrema dificultad en hacer? He aquí el examen que me propongo, imperfecto, desde luego, pero indispensable.
Además de mi propia experiencia, me ayudarán, apoyos y constantes puntos de comparación, aquellos quienes han conocido el espíritu en su condición lamentable y quienes, de modo más general, han tenido graves dificultades con él -dificultades muy comprensibles.
Al igual que el cuerpo (sus órganos y funciones) fue principalmente conocido y desvelado, no gracias a las proezas de los fuertes, sino gracias a los conflictos de los débiles, de los enfermos, de los tarados, de los heridos (puesto que la salud es silenciosa y fuente de esa impresión inmensamente errónea de que todo es miel sobre hojuelas), así también las perturbaciones del espíritu y sus disfuncionamientos serán mis maestros. Más que el demasiado excelente «saber pensar» de los metafísicos, lo que verdaderamente está llamado a «descubrirnos» son las demencias, los retrasamientos, los delirios, los éxtasis y agonías, el «ya no saber pensar».
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(Extraído de "Las grandes pruebas del espíritu (y las innumerables pequeñas) ", ed. Tusquets, col. Marginales, trad. Francesc Parcerisas)
domingo, 20 de abril de 2008
Henri Michaux
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Letras
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