sábado, 23 de febrero de 2008

La adivina

Por motivos que no vienen al caso, traté durante unos pocos años, de forma regular, aunque espaciada, con una señora centroamericana que se ganaba la vida echando las cartas y quizá con algunas otras artes de adivinación. Bordeaba la cuarentena y tenía un número elevado de hijos. Vivía con ellos y con su marido o amante, español, con el que creo que no había tenido los hijos, en una enorme casa que había alquilado. Ella los mantenía a todos y pagaba el alquiler de la casa. Pasaba consulta en una pequeña planta baja y cobraba 5000 pesetas por la visita. Aún faltaba bastante para la llegada del euro. De todos modos, no está más decir que esas pesetas equivalen a 30 euros. Decía que sus principales clientes eran ejecutivos y políticos, pero para mí que también iban personas muy pobres a visitarla. Alguna vez se ofreció a averiguar mi futuro, a lo que yo siempre respondí que no me cabía ninguna duda de cuál iba a ser. Estaba harta, me comentaba, porque al final lo que querían saber todos es si acabarían acostándose con sus secretarias. Esa hartura se demostró cierta, dado que alquiló otra planta baja, treinta o cuarenta veces más grande y cerró su pequeño local. De adivina pasó a empresaria. Llenó su nuevo local de productos centroamericanos y mexicanos, para venderlos. Aquella era una tienda llena de colorido exótico, que presagiaba un gran éxito. No se había olvidado de incluir algunos libros entre su oferta. Durante los primeros días hubo un flujo constante de personas que admiraban los productos artesanales expuestos en la tienda. Dos o tres meses después de que abriera la tienda dejé de verla. Un año y medio o dos años más tarde, volví a pasar por esa calle y en lugar de su tienda había otra. No fue posible averiguar lo que había ocurrido. Lo que sugiere la lógica es que vuelto al negocio de la adivinación y con lo que habrá vuelto a amasar una pequeña fortuna. Presumiblemente, gastará parte de sus ganancias en medicamentos para el dolor de cabeza.
Vicente Torres

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