No sé qué me haría sin ella. Todo sería infinitamente más triste y difícil sin ella. Cuando estoy lejos, como ahora, me doy cuenta de cuánto la quiero y cuánto alegra mis días cuando me sonríe y me abraza y me lleva a pasear con sus vestidos de verano que se le andan volando y ella tiene que sujetar, pudorosa. En algún tiempo lejano dudé de mi amor por ella, le dije que no podíamos estar juntos, que yo había nacido para estar solo. Ella me dejó ir, me dejó vivir todas las aventuras que yo necesitaba vivir. No es que quiera volver a casarme con ella. No es que quiera dormir con ella. No es que quiera amarla con la pasión con que nos amamos cuando éramos jóvenes, una pasión que se extinguió con los años, como tenía que extinguirse. Es que la necesito para estar bien. Necesito ver su cara. Necesito verla sonreír. Necesito saber que está contenta, tranquila, ilusionada, segura de que mi amor por ella no se fue, no se irá, seguirá hasta el final. La quiero como si fuera mi hija o mi mejor amiga o mi hermana, la quiero como si fuera lo que en realidad es, la mujer que más he amado sin saber que la amaba. Ella sabe que no soy el hombre del que debió enamorarse. Ella sabe que se equivocó conmigo, que no debió dejar a su novio por mí. No es tonta y lo sabe. Pero como no es tonta tampoco piensa estas cosas y acepta que el azar entreveró nuestras vidas de un modo que ya es definitivo y por eso sabe que a estas alturas lo mejor es aceptarnos como somos y aprender a querernos a pesar de nuestras miserias, esas pequeñas miserias que uno sabe que no van a cambiar, que son parte de ti. La verdad es que me casé con ella muerto de miedo. Ella sonreía y trataba de calmarme. Después de tantos años, ahora pienso que fue una gran cosa casarnos y una gran tontería divorciarnos. Hubiera sido lindo seguir casados hasta el final, viviendo cada uno donde le dé la gana, como vivimos ahora, y viéndonos cuando realmente nos provoca, como nos vemos ahora, y durmiendo con quien cada uno tenga que dormir, porque sólo se vive una vez y la libertad no se negocia, pero aceptando que nuestro amor estaba escrito y debió quedar escrito y no ser borrado. Da igual, esos papeles y esas firmas no valen nada. Lo que cuenta es cómo ella me abraza, cómo me mira, cómo me habla por teléfono, como me dice todavía esas palabras suaves y dulces que me decía cuando empezamos a querernos. Hubiera sido tan fácil que ella eligiese odiarme. Mucha gente pensó que yo la había humillado, que la había sometido a unos escándalos bochornosos, que no debía hablarme más. Un periódico de Lima, el más tradicional e influyente de la ciudad, publicaba cartas de lectores indignados que, en nombre del honor y las buenas costumbres, le pedían que cambiase el apellido de nuestras hijas. Muchos en su familia le rogaban que me olvidase, que me borrase por completo de su vida, que se fuera a vivir lejos de mí. Ella no les hizo caso. Ella me entendía, sabía que yo tenía que hacer todas esas cosas y que nada de eso ponía en entredicho nuestro amor, ese pacto secreto de querernos libremente hasta el final, honrando a las hijas que ella me dio contra la opinión de medio mundo, esas personas que le decían que mejor abortase, que no le convenía quedar atada a mí, que yo iba a ser el peor padre del mundo, un padre malo, egoísta, degenerado, un padre ausente. Ella siguió creyendo en mí y comprendió y perdonó todo lo que tuvo que comprender y perdonar, que no fue poco, y creo que al hacerlo se hizo más fuerte y más sabia y en cierto modo también encontró unas formas más serenas de felicidad que quizá le hubieran sido negadas si hubiese elegido el camino de la dureza y el rencor, si hubiese decidido ser mi enemiga, como muchos le aconsejaban. Pero ella eligió ser mi amiga. Si no podíamos ser los esposos felices, la pareja convencional, quizá podíamos tratar de ser amigos, respetando que cada uno tuviese unos amantes de los que era mejor no hablar para no lastimarnos más de lo que ya era inevitable. Y fue así como, en lugar de alejarnos, nos fuimos conociendo y queriendo más. La libertad que nos dimos resignados, pensando que era una derrota, terminó siendo un estímulo formidable para el amor, una victoria compartida, un discreto triunfo moral que nos hermanó. El amor está en las pequeñas cosas, no en los revolcones que uno se da en la cama. Ella me demuestra su amor todos los días, en las pequeñas cosas. Si mis calzoncillos están viejos, ella me compra los que ya sabe que me gustan. Si necesito un terno nuevo, ella me consigue el más lindo. Si el chofer choca mi camioneta, ella no me dice nada para evitarme un disgusto y paga la reparación. Si me siento mal y no paro de toser, ella me consigue citas con los mejores médicos y me lleva y me espera y me aconseja y me compra los inhaladores para que pueda respirar mejor. Si estoy por llegar a la ciudad, ella ordena que compren las granadillas y las uvas y los plátanos y los jugos de mandarina que sabe que me hacen feliz. Si es domingo, me espera en su casa con la carne a la parrilla y unos postres exquisitos que ella misma ha preparado. Si alguien dice algo bueno de mí, me lo cuenta. Si alguien dice algo malo de mí, no me lo cuenta. Si mi madre se queja de que no voy a verla, ella le lleva flores y regalos y la engríe y si es necesario la acompaña incluso a la iglesia y rezan por mí, aunque ella sabe que esos rezos son inútiles y que no voy a cambiar como mi madre quisiera. Si le digo para viajar, siempre está lista. Si le digo que mejor no viajamos porque estoy harto de tantos aviones, no se molesta, entiende. Si es Navidad, compra regalos para todos, vuelve a ser una niña, goza de un modo que me da envidia. Si hay un cumpleaños, compra los sánguches y los dulces más ricos, se ocupa de que todo salga perfecto. Si necesito cambiar de hotel, me hace las reservas, me consigue las mejores tarifas. Si necesito un departamento, visita diez o quince y elige el mejor para mí, sabiendo que ella no dormirá allí conmigo. Si estoy por salir a la televisión y me doy cuenta de que mis zapatos están sucios y viejos, ella viene corriendo con unos zapatos nuevos que yo no sabía que tenía, ella siempre me da esas sorpresas magníficas. Si le pregunto qué quiere hacer en abril cuando cumpla cuarenta años, me dice que quiere ir a París con las niñas y conmigo. Y yo le digo que iremos a París y ella será mi traductora y caminaremos las mismas calles que caminamos hace tantos años, cuando fuimos de luna de miel, ella embarazada de nuestra hija mayor, y la besaré en la mejilla y le diré al oído, sin que las niñas se den cuenta, lo que entonces sentía borrosamente y ahora sé que es verdad y lo será siempre para mí: -Eres la chica más linda del mundo.
Jaime Bayly
Diario Correo
Lima, 11 de febrero de 2008
1 comentario:
Me he sentido identificado en tu descripción. Es más, muchos hombres se verán reflejados en tus sentimientos.
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