En la foto aparece Miquel Navarro sentado en un banco y con semblante de estar razonablemente satisfecho. Tras él hay un incipiente jardín, señoreado por la “Cabeza pensante” de la que es autor, una balsa de riego, unos campos perfectamente labrados en las proximidades y, más allá, terreno sin cultivar.
Quizá la Cabeza pensante, en los momentos de relajación, piense que tanto los campos cultivados como los silvestres, cada uno a su manera, logran atemperar el ánimo del observador gracias al efecto balsámico que produce en su ánimo el verdor, cultivado o silvestre, y que en este caso, además, está acompañado por el agua, la fuente de la vida.
La escultura es de trazos sencillos, como si con ello quisiera indicarnos que el arte de pensar no requiere arabescos o vanas retóricas, ni andar caminos que luego han de ser desandados, porque no llevan a ninguna parte; basta, simplemente, con ir grano. Acaso, la Cabeza pensante, con su simplicidad, induce a pensar en el auténtico problema del mundo, el hambre, teniendo en cuenta, además, que dentro de poco seremos tantos que no cabremos en él y no habrá más remedio que atender esta cuestión. Mientras lo básico queda sin resolver, uno de los afanes generalizados, en los que no es probable que pierda el tiempo la escultura, consiste en preservar las miles de maneras de nombrar la cosa, o de ver quién es más y quién es menos.
La Cabeza pensante no tiene ninguna posibilidad de irse por las ramas, no hay ninguna cerca, tan sólo está agarrada a lo que parece una barandilla. La base es cilíndrica en su mitad inferior y en forma de cono truncado en la parte superior. La escultura tiene vida propia: el diálogo con el espectador se establece espontáneamente. ¿Cómo habrá hecho el autor para lograr este efecto? Los buenos escultores, como todos los que conocen su oficio, logran que lo difícil parezca fácil.
Miquel Navarro leerá su discurso de ingreso en la Academia de Bellas Artes de San Fernando el próximo día 29 de noviembre.
Texto de Vicente Torres
Quizá la Cabeza pensante, en los momentos de relajación, piense que tanto los campos cultivados como los silvestres, cada uno a su manera, logran atemperar el ánimo del observador gracias al efecto balsámico que produce en su ánimo el verdor, cultivado o silvestre, y que en este caso, además, está acompañado por el agua, la fuente de la vida.
La escultura es de trazos sencillos, como si con ello quisiera indicarnos que el arte de pensar no requiere arabescos o vanas retóricas, ni andar caminos que luego han de ser desandados, porque no llevan a ninguna parte; basta, simplemente, con ir grano. Acaso, la Cabeza pensante, con su simplicidad, induce a pensar en el auténtico problema del mundo, el hambre, teniendo en cuenta, además, que dentro de poco seremos tantos que no cabremos en él y no habrá más remedio que atender esta cuestión. Mientras lo básico queda sin resolver, uno de los afanes generalizados, en los que no es probable que pierda el tiempo la escultura, consiste en preservar las miles de maneras de nombrar la cosa, o de ver quién es más y quién es menos.
La Cabeza pensante no tiene ninguna posibilidad de irse por las ramas, no hay ninguna cerca, tan sólo está agarrada a lo que parece una barandilla. La base es cilíndrica en su mitad inferior y en forma de cono truncado en la parte superior. La escultura tiene vida propia: el diálogo con el espectador se establece espontáneamente. ¿Cómo habrá hecho el autor para lograr este efecto? Los buenos escultores, como todos los que conocen su oficio, logran que lo difícil parezca fácil.
Miquel Navarro leerá su discurso de ingreso en la Academia de Bellas Artes de San Fernando el próximo día 29 de noviembre.
Texto de Vicente Torres
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