Hay
quien fabrica certezas como si las hiciera en serie. Medita sobre un
asunto, llega a una conclusión y, ¡hala!, certeza al canto. Se
conoce que caminar entre bloques de certezas otorga mucha seguridad.
No hay lugar para las vacilaciones.
Con
las dudas cambia la actitud. Obligan a pensar acerca de cada cosa que
se presenta y puesto que se ha abierto la puerta a las dudas cada
conclusión a la que se llega viene con nuevas dudas. No hay modo de
llegar nunca a una meta definitiva.
Quien
se nutre de certezas puede, tranquilamente, fusilar a alguien que
previamente ha catalogado como malo. ¿Si es malo, qué problema hay
en matarlo?
Pero
quien duda nunca tendrá suficientes pruebas, ni encontrará
bastantes motivos, para justificar la pena de muerte. A quien duda lo
tildarán, indudablemente, de indeciso, pero lo cierto es que nunca
encontrará suficientes motivos para perpetrar una maldad a
propósito.
La
gente que se cree en posesión de la verdad, porque ha llegado hasta
ella a través de un concienzudo examen, o porque alguien que “sabe”
se lo ha explicado, camina con reciedumbre por la vida. Sabe en todo
momento que tiene que hacer. Los etarras no vacilan nunca. En su
discurso no cabe ninguna incertidumbre. También estaban llenos de
certezas los Inquisidores. Y los nazis. ¿Cómo se puede pretender
que los nazis tuvieran alguna duda? Tampoco dudan los verdugos. Ellos
no asesinan, sino que cumplen la ley que han interpretado otros. Si
un verdugo dudara un instante antes de hacer su “trabajo”, qué
drama sería para él.
Los
que tienen la verdad en su bolsillo van por la vida sin dar un paso
atrás. Están seguros de lo que hacen, ofenden sin dudarlo ni un
momento y sin darse cuenta de que ofenden, y ellos mismos se ofenden
cuando les parece y con quien les parece.
El
odio se alimenta de certezas. El amor no es que se alimente de dudas,
sino que genera un mar de dudas. Al odio lo mata la duda.
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