Antes
de que derribaran una fincas ruinosas, para construir en sus solares
hermosos edificios, sus okupas se sentaban en hilera, en sillas de
enea pegadas a la pared, y uno a uno exigían a los viandantes que
transitaban por la acera en la que estaban que les dijeran la hora.
No es que pudieran decir la hora que les pasaba por los cojones, sino
que tenían que decir la hora varias veces por cojones.
En
cierta ocasión, cuando en sábado o en domingo transitaba yo por una
calle de un barrio humilde, en horas cercanas al medio día y época
primaveral o veraniega, apareció en el balcón de un primer piso un
joven en calzoncillos preguntando la hora a quienes íbamos por la
calle. En este caso era obvio que se trataba de una necesidad. Pero
fue bueno saber que el joven tenía casa. Y calzoncillos.
He
recordado todo esto porque recientemente un retórico ha escrito que
el tiempo no existe y que debería estar guardado en esa caja de
Pandora que algún imprudente abrió.
De
la misma opinión deben de ser algunos contemporáneos que llevan
reloj en la muñeca, pero sólo para que la gente vea que tienen.
Llegan tarde a todos los sitios y debe de haber gente que se lo
aguanta, porque de lo contrario no podrían ser tan fieles a este
modo de pensar.
Existen
lugares en el mundo en los que lo mismo da un día que un año y al
ver lo sujetos que vivimos algunos al reloj sonríen y aprovechan eso
en beneficio suyo en sus tratos con nosotros.
Además,
he visto por la calle un culo todavía bonito, pero que el tiempo,
irremediablemente, convertirá en una mesa camilla. La cuestión que
subyace es la siguiente: Una cosa que no existe puede hacer milagros
de gran calibre.
1 comentario:
Muy buena entrada Vicente. El tiempo es canijo, si tan solo supieramos que es.
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