Ya nadie discute que el poder tiende a
corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente (y, sin embargo,
hay un partido político que rinde culto al poder: Podemos).
Menos son los que se detienen a pensar en
la naturaleza del poder, quizá porque hacerlo resulta inquietante.
No hay nadie que no tenga poder, unos tienen más, otros menos, pero
a nadie le falta. Cuando alguien hace lo que de debe hacer no se
siente poderoso, sino que piensa que ha cumplido con su obligación.
Es al hacer lo que a uno se le antoja, aunque no sea justo y, sobre
todo, si no lo es, cuando se tiene sensación de poder.
Hago un inciso para advertir que no se
debe dar poder sobre sí a nadie de cuya bondad no se tenga
constancia. Y ni aun así. En primer lugar, porque nadie es
perfecto; y en segundo lugar, porque la bondad de tiempos pasados no
garantiza la de los futuros. La estabilidad emocional de cualquiera
debe depender principalmente de uno mismo.
Este inciso anterior viene a cuento
porque son muchos los que caminan por la vida sin importarles la de
cráneos que aplastan en su deambular. Lo hacen así porque piensan
que son los demás los que deben apartarse de su camino o protegerse
para no ser dañados. El egoísmo es la peor plaga que sufre la
humanidad, y no soy el primero ni el segundo que lo dice.
Hay que tenerlo todo previsto; al menos,
todo lo que se pueda. Son muchos los que piensan que tras la muerte
no hay nada. Por supuesto que no hay nada que objetar a eso, pero
cabe añadir que esta opinión no debería servir para cambiar la
conducta. Y hago hincapié en que se trata de una opinión, quizá
acertada, pero de imposible comprobación. Hagamos un ejercicio
imaginativo y supongamos que tras la muerte cada persona ha de
enfrentarse a la realidad de lo que ha sido su vida, sin subterfugios
ni autoengaños, y tenga que ver todo el mal que ha hecho sin ser ni
siquiera consciente de ello.