Romper una lanza por alguien siempre es
bonito, mucho más que aprovechar la ocasión que se presenta cuando
una persona está en dificultades, para terminarla de hundir. A pesar
de que es muy frecuente, nadie debería sentirse satisfecho por ello.
En cambio, acudir en su socorro, o simplemente aplaudir a quien se ha
ganado el aplauso, resulta muy agradable.
Hay mucha gente que merece el aplauso,
pero para no alargar mucho pondré solo el ejemplo de aquel
farmacéutico que se afanó el conservar la farmacia más bonita del
Reino, o a aquel otro poeta siempre dispuesto a apoyar y enaltecer a
los demás.
Va siendo hora de que diga,
concretamente, por quien rompo la lanza y es por Manuel Emilio
Castillo, que, por diversas circunstancias y a pesar de sus poemas
tienen la fuerza de la sinceridad y la belleza del desgarro, y sus
metáforas tienen una potencia innegable, no suele recibir la
recompensa de los premios literarios, y aquí me parece que ocurre lo
mismo que con Borges y el Nobel, que quien sale perdiendo es el
premio, en este caso, los premios en general. Si quien lo merece no
recibe ninguno…
En
otro orden de cosas, tengo la impresión de los premios no han
servido a nadie para mejorar su obra literaria o del tipo que sea,
además de que, en muchos casos, han venido a interrumpir su
quehacer, puesto que cuando ocurre esto el interesado ha de acudir a
homenajes y veladas en su honor. Sin
embargo, también ocurre que por la especial configuración de este
mundo quien no tiene premios, o tiene pocos, por
muy buenos que sean los frutos de su labor, puede verse excluido en
varias de las actividades que se llevan a cabo.
Es
por eso que vengo a romper una lanza por un hombre en el que no
percibo ningún tipo de rencor, ni afán de revancha, ni veo que le
alegren las desgracias ajenas, sino que sus cuitas se deben a la
falta de reconocimiento de su magnífica obra.
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