jueves, 31 de octubre de 2024

EPIFANIA. Por Francisco Javier Guardiola

 

Urbina tuvo una revelación o, mejor dicho, una develación. Si el escribano hubiera sido más religioso diría que se trató de una epifanía. Sin embargo, sin necesidad de acudir a supersticiones, esa noche pudo pensar que estaba en presencia de un misterio descubierto a través de la intuición, elemento que según los profesores de filosofía, supera la barrera de la racionalidad. Esta vez, el insomnio no le trajo al escribano Urbina perturbaciones ni ansiedades, tampoco la oscura presencia de esos pensamientos que atacan de noche, cuando la soledad acecha. El insomnio solo le trajo un raro estado de ensoñación consciente a la que le dio permiso para que ingresara en él.

Con su cabeza en el lado más frío de la almohada, recordó “El inmortal”, que Borges publicó en 1947 y que luego agregó a su libro El Aleph. El cuento lo llevó a pensar en la inmortalidad, es decir, en la ineludible muerte. Pensó en el troglodita que Borges describe y que termina siendo Homero y esto lo llevó a pensar en los humanos ancestrales, aquellos que hace treinta mil años recolectaban frutos y cazaban mastodontes y búfalos. Imaginó que unos pocos de ellos estaban recostados con las manos debajo de la nuca sobre la hierba para mirar mejor el cielo. Imaginó que esos pocos descubrían que las estrellas podían contarse una a una y que además giraban todas juntas con el paso de la noche; pudo ver cómo entendían que la movilidad y el cambio eran una variable permanente. Una ley. Observaban también que el sol salía por el este y que se ponía hacia el oeste. Otra ley. Vio cómo, uno de ellos, entendía y comentaba con sus pares, que la periodicidad con que las flores y los frutos aparecen, les daba la posibilidad de clasificar el tiempo en días, en meses y en años. Una ley más. Fue maravilloso ver cómo, aquellos hombres primitivos, entendían la rítmica presencia de la naturaleza como un continuo ritual del que todos formaban parte. Nacía otra ley. Vio que los que estaban recostados sobre la hierba suponían que se trataba de un universo totalmente animado, y que cada cosa viva o inerte, contenía un alma. Luego vio cómo un líder daba órdenes y prodigaba con tales órdenes, un plexo normativo de seguridad para todos en la tribu. Observó que el grupo de pensadores, aquellos que estaban sobre la hierba con las manos bajo la nuca, seguía pensando. Vio cómo creyeron que sería mejor salir de la idea de un universo vital y pensar que por existir unas cuantas leyes que rigen la naturaleza -similares a las que impartía el jefe de la manada- las mismas debían ser dadas por otros seres invisibles, pero que sin duda debían existir. Vio cómo inventaban la existencia de seres superiores que obraban como legisladores y que con el tiempo fueron llamados dioses. Vio cómo, ya cercanos a nuestros días, muy cercanos, esos dioses se degeneraban en la idea de uno solo, todo poderoso, omnipresente, por momentos misericordioso, creador de todas las cosas y sobre todo, caprichoso y déspota. Se dio cuenta de que Dios había sido un invento. Pero lo que para Urbina no parecía ninguna superchería, era el hecho de que los rituales sí eran verdaderos y que la naturaleza, con todas sus leyes, parece regir los días de todos en este mundo, con o sin dioses de por medio. El escribano Urbina sintió de golpe la tibieza de la realidad en toda su dimensión. Se sintió seguro. Sintió que todo estaba en su lugar.

No hay comentarios: