viernes, 15 de agosto de 2025

La del alba y El fluir de la vida

Toni Solano


La lenta digestión del mal




Son dos libros que en realidad son uno, como la clara y la yema de un huevo. La del alba es el núcleo narrativo y El fluir de la vida su contorno. Vicente Torres practica con su escritura un particular exorcismo familiar, expulsando con tinta los demonios de un horror silenciado durante años. El mismo autor reconoce, en palabras prestadas a un psicólogo, que “el dolor más grande de todos es que tus padres no te quieran”. Sobre este trauma se construye una narración compleja en la que afloran perversidades y humillaciones propias de un folletín ruso. En La del alba, a través de la pareja de interlocutores con los que charla el narrador, conocemos los entresijos del desprecio familiar y del daño físico y moral que mueven la trama. Podemos encontrar en sus diálogos ecos de Unamuno y de Juan de Mairena, porque en cierta medida, el Vicente Torres intelectual es heredero aquí del regeneracionismo noventayochista. Sus dudas sobre la existencia de Dios, la política o la condición humana parecen buscar esa necesaria regeneración de un país en crisis, derivada de la mezquindad de algunos de sus ciudadanos y políticos. Estas reflexiones serán más detalladas en El fluir de la vida, donde lo personal se convierte en social. 

Si La del alba es un viaje al interior, El fluir de la vida es un paseo exterior, por los paisajes de la infancia y especialmente por la ciudad de Valencia. En este sentido, Vicente Torres se convierte en un viandante, un flâneur, que nos acompaña por calles y lugares presentándonos a figuras más o menos ilustres con las que ha aprendido y con las que ha discutido. Es en esta novela en la que surge potente el periodista, el cronista de hechos y lugares, que sabe dar la justa medida de información y opinión para no resultar ni frío ni pedante. Unamuno da paso aquí a Cansinos Assens, un relator del aquí y ahora, un observador de su tiempo que deja escritas las huellas que nunca encontraremos en la prensa oficial. Quizá lo que más diferencia ambas novelas es este cambio de enfoque, desde la introspección a la observación externa; la primera es una novela del yo y la segunda una novela del ellos, que funciona casi como un almanaque o álbum de personas y personajes, al estilo costumbrista de Larra o Mesonero Romanos.

Pero, en definitiva, ambas novelas están unidas por esa necesidad del narrador de encontrarle sentido al desprecio familiar y a la maldad humana, con un trazo que, a pesar del intento de mostrarse objetivo y neutro, acaba resultando descarnado y cruel, con toda la rabia de descubrir que quienes más te tendrían que querer son los que más te han hecho sufrir. Decía Pere Saborit que todos los escritores “acaban vomitando su infancia: solo es cuestión de tiempo”. Ojalá todas las indigestiones produjesen obras como las de Vicente Torres.


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