Confieso que juego a la lotería primitiva. Una columna cada jueves. Siempre juego la misma y con ello gano en comodidad, al no tener que marcar los números cada vez; sin embargo, sé que en cuanto me olvide un jueves de sellar mi boleto, saldrá premiada mi combinación. La fortuna acecha, para ver de pillarnos en un descuido. Empecé hace ya bastantes años. Luego, se añadió un nuevo sorteo, que se celebra los sábados y que tiene mayores premios. Pero bastaría con que me pasara al sábado, para que mi combinación saliera premiada el jueves. Merece la pena refrenar la codicia. Por otra parte, tampoco me interesa jugar dos veces a la semana, duplicando así el impuesto de tontos que ya pago. No he pasado nunca de tres aciertos. Haciendo cuentas, entre los reintegros y esos pequeños premios, salgo perdiendo claramente, con respecto a lo gastado. Pero creo que si lograra un premio de cuatro, la cosa cambiaría algo, y si fuera de cinco o seis cambiaría por completo. Pero la lógica dice que la mayoría de apostantes ha de perder. Pero con lo que juego, tampoco me voy a arruinar.
Las disquisiciones que anteceden me llevaron a recordar a alguien. Yo iba de vez en cuando a un local en el que se reunía un grupo de cuyos componentes uno era conocido mío. En las charlas de este grupo salía a relucir a veces un personaje al que citaban como Mareta. Un día le pregunté a mi conocido por el origen de ese nombre, pues por el tono despectivo en que lo decían debía de tratarse de un apodo. Me informó de que provenía de maneta, ya que el interesado tenía un defecto de nacimiento en una de sus manos. Sustituyendo maneta por mareta, vencían sus escrúpulos.
Mi conocido era querido y aceptado en ese grupo. Había adquirido sus tics, seguía sus consignas, reía sus chistes y sus gracias. En ese grupo, de clase media, había algún universitario. Era de izquierdas, según decía él mismo y estaba conforme con la matanza de Tiananmen, porque los ejecutados se lo habían merecido. “De vez en cuando conviene mano dura”, decía.
Se consideraba un pensador. “Es que no piensan”, decía de los demás. En aquellos momentos había mucho paro en España y él hubiera sabido solucionar el problema. “Es que las mujeres ocupan muchos puestos de trabajo. Con que las mujeres se quedaran en casa, se acabaría el paro”.
Un día lo noté muy enfadado y le pregunté los motivos. Resulta que su boleto de la primitiva tenía cinco aciertos y le habían correspondido doscientas sesenta o doscientas setenta mil pesetas, alrededor de mil seiscientos euros. Había seguido el sorteo en directo y al fallar el último número había montado en cólera. Ya no se le volvería a presentar en la vida otra oportunidad de acertar seis. Nunca más volví a preguntarle por la primitiva.
Las disquisiciones que anteceden me llevaron a recordar a alguien. Yo iba de vez en cuando a un local en el que se reunía un grupo de cuyos componentes uno era conocido mío. En las charlas de este grupo salía a relucir a veces un personaje al que citaban como Mareta. Un día le pregunté a mi conocido por el origen de ese nombre, pues por el tono despectivo en que lo decían debía de tratarse de un apodo. Me informó de que provenía de maneta, ya que el interesado tenía un defecto de nacimiento en una de sus manos. Sustituyendo maneta por mareta, vencían sus escrúpulos.
Mi conocido era querido y aceptado en ese grupo. Había adquirido sus tics, seguía sus consignas, reía sus chistes y sus gracias. En ese grupo, de clase media, había algún universitario. Era de izquierdas, según decía él mismo y estaba conforme con la matanza de Tiananmen, porque los ejecutados se lo habían merecido. “De vez en cuando conviene mano dura”, decía.
Se consideraba un pensador. “Es que no piensan”, decía de los demás. En aquellos momentos había mucho paro en España y él hubiera sabido solucionar el problema. “Es que las mujeres ocupan muchos puestos de trabajo. Con que las mujeres se quedaran en casa, se acabaría el paro”.
Un día lo noté muy enfadado y le pregunté los motivos. Resulta que su boleto de la primitiva tenía cinco aciertos y le habían correspondido doscientas sesenta o doscientas setenta mil pesetas, alrededor de mil seiscientos euros. Había seguido el sorteo en directo y al fallar el último número había montado en cólera. Ya no se le volvería a presentar en la vida otra oportunidad de acertar seis. Nunca más volví a preguntarle por la primitiva.
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