Por tratarse de un tema que va más allá de las fronteras, quiero compartir un artículo que escribí ayer, para enviarlo a alguno de los periódicos que se publican en Costa Rica:
En la edición del Diario Extra del martes 14 de abril, vemos en la portada la foto de una oficial de la policía municipal de Garabito de Puntarenas, recostada en una cama. Su mirada, perdida en los recuerdos, la muestra ausente; no parece percatarse de que se convierte en un objeto al ser exhibida su imagen en la portada de un medio nacional. La historia que narra va más allá del titular que despierta el morbo: “Vapuleada por colega machista”. En la nota, la policía señala la comisión de actos delictivos por parte de sus “compañeros” de trabajo, que pareciera no han sido investigados debidamente por sus superiores. En caso de que sus afirmaciones tuvieran fundamento, horroriza que el policía que la agredió y sus cómplices, no hayan sido suspendidos.
El rostro que ilustra la portada del periódico, es el rostro de la desolación; es el rostro de la mujer que se siente impotente ante la fuerza, ante la brutalidad del mundo machista que debe enfrentar cotidianamente. Ese mundo en el que la mayoría de las jefaturas son ocupadas por hombres, donde los amigotes reciben prebendas, trabajos cómodos y bien pagados, mientras sus colegas femeninas (con un salario más bajo y un puesto menos reluciente) sacan la faena.
No podemos negar que en los últimos años hemos tenido importantes avances para logar iguales oportunidades para hombres y mujeres, pero aún queda mucho por hacer. Todavía las principales decisiones empresariales y gubernativas se toman alrededor de una mesa de tragos (en los que la participación de las mujeres es solo decorativa); todavía se elige a los hombres para los puestos mejor pagados, porque ellos son “el sostén de la familia”; todavía se denigra el discurso de una mujer, porque “anda con la regla” o “es una histérica”.
No se trata aquí de convertir en iguales a hombres y mujeres; eso es sencillamente imposible; como es imposible que dos hombres sean iguales o dos mujeres lo sean. Somos individuos, distintos por naturaleza, afectados por patrones sociales que han influido en nuestro desarrollo, pero que no deben determinarnos. La sociedad no debe decirnos qué pensar ni qué sentir. Los hombres también tienen derecho de llorar, de abrazar a su padre, a sus hermanos, de besar a sus hijos o a sus amigos sin que se les tache de “maricas”. Las mujeres también tenemos derecho de enojarnos, de golpear la mesa y levantar la voz sin que nos digan brujas ni histéricas; de no tener el maquillaje perfecto y la sonrisa a flor de piel, o de tenerlos sin que por esto último se nos tache de tontas o se nos mire como una golosina.
Pero qué podemos esperar de un país en el que el premio nacional de novela (omito las mayúsculas a propósito), le es entregado a un escrito machista y homofóbico al extremo; donde se propicia el odio entre las personas por pensar diferente y sentir diferente; donde el hígado es el que guía la pluma del “escribidor”.
No podemos negar que en los últimos años hemos tenido importantes avances para logar iguales oportunidades para hombres y mujeres, pero aún queda mucho por hacer. Todavía las principales decisiones empresariales y gubernativas se toman alrededor de una mesa de tragos (en los que la participación de las mujeres es solo decorativa); todavía se elige a los hombres para los puestos mejor pagados, porque ellos son “el sostén de la familia”; todavía se denigra el discurso de una mujer, porque “anda con la regla” o “es una histérica”.
No se trata aquí de convertir en iguales a hombres y mujeres; eso es sencillamente imposible; como es imposible que dos hombres sean iguales o dos mujeres lo sean. Somos individuos, distintos por naturaleza, afectados por patrones sociales que han influido en nuestro desarrollo, pero que no deben determinarnos. La sociedad no debe decirnos qué pensar ni qué sentir. Los hombres también tienen derecho de llorar, de abrazar a su padre, a sus hermanos, de besar a sus hijos o a sus amigos sin que se les tache de “maricas”. Las mujeres también tenemos derecho de enojarnos, de golpear la mesa y levantar la voz sin que nos digan brujas ni histéricas; de no tener el maquillaje perfecto y la sonrisa a flor de piel, o de tenerlos sin que por esto último se nos tache de tontas o se nos mire como una golosina.
Pero qué podemos esperar de un país en el que el premio nacional de novela (omito las mayúsculas a propósito), le es entregado a un escrito machista y homofóbico al extremo; donde se propicia el odio entre las personas por pensar diferente y sentir diferente; donde el hígado es el que guía la pluma del “escribidor”.
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