Fue el pasado día 24, a las 8 de la tarde, en Fnac, cuando tuvo lugar la presentación de Nada personal, el último poemario de Elena Torres, tras cinco años de silencio. El encargado de la presentación fue Juan Luis Bedins, al que todos se rifan para estos menesteres y pronto se vieron los motivos. Sabe mucho e intenta quedar bien con todos, con el público asistente y con el autor o la autora del libro.
La sala se llenó hasta el punto de que algunos espectadores tuvieron que quedarse de pie, a pesar de que ese día y a esa hora la ciudad ofrecía otras tentaciones y, además, aire acondicionado no funcionaba. El público estaba principalmente compuesto por poetas y poetisas. La presentación de Bedins fue erudita, prolija y amena. Acostumbrado a captar la atención de sus alumnos, no le resultó difícil con un público amigo.
Llegó el turno de Elena Torres, en el que leyó algunos de los poemas. La gente que estaba en pie se adelantó hasta donde pudo, para escuchar sin perder detalle. Inducido sin duda por el momento, relacioné a la poetisa con la llama de una vela, que esperanzado surge de pronto. El fuego sagrado de la poesía alzándose voluptuoso y limpio, como si siguiera la cadencia de los versos. Esa llama, a la que Bedins le servía de pantalla, protegiéndola de los vientos, y le quitaba el pabilo, para que subiera más limpia, daba calor al público, pero no ese calor ambiente que invitaba a utilizar los abanicos, sino ese calor que abriga el alma, porque corre por dentro.
A su vez, los espectadores también eran como llamas que acompañaban a la que en ese día tenía el papel estelar. El fuego poético calienta, pero no abrasa. Tampoco se apaga. La poesía proporciona modos de decir las cosas, de los que resulta que éstas parecen más sugerentes incluso. Una poetisa sabe cometer siete pecados a la vez, sin que al final ninguno de ellos lo sea.
La sala se llenó hasta el punto de que algunos espectadores tuvieron que quedarse de pie, a pesar de que ese día y a esa hora la ciudad ofrecía otras tentaciones y, además, aire acondicionado no funcionaba. El público estaba principalmente compuesto por poetas y poetisas. La presentación de Bedins fue erudita, prolija y amena. Acostumbrado a captar la atención de sus alumnos, no le resultó difícil con un público amigo.
Llegó el turno de Elena Torres, en el que leyó algunos de los poemas. La gente que estaba en pie se adelantó hasta donde pudo, para escuchar sin perder detalle. Inducido sin duda por el momento, relacioné a la poetisa con la llama de una vela, que esperanzado surge de pronto. El fuego sagrado de la poesía alzándose voluptuoso y limpio, como si siguiera la cadencia de los versos. Esa llama, a la que Bedins le servía de pantalla, protegiéndola de los vientos, y le quitaba el pabilo, para que subiera más limpia, daba calor al público, pero no ese calor ambiente que invitaba a utilizar los abanicos, sino ese calor que abriga el alma, porque corre por dentro.
A su vez, los espectadores también eran como llamas que acompañaban a la que en ese día tenía el papel estelar. El fuego poético calienta, pero no abrasa. Tampoco se apaga. La poesía proporciona modos de decir las cosas, de los que resulta que éstas parecen más sugerentes incluso. Una poetisa sabe cometer siete pecados a la vez, sin que al final ninguno de ellos lo sea.
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