Ha llegado el frío a Valencia. Salir a la calle, hoy, produce una sensación más agradable que durante estos días anteriores. Los viandantes van abrigados, y pienso que también a ellos la bajada de la temperatura les ha traído sensaciones nuevas. El ambiente está limpio, sin duda a causa de la lluvia de ayer. Hoy, en cambio, luce un sol espléndido. Mientras pienso en todo eso, recuerdo que alguien escribió hace poco que no le gustan los árboles de hoja caduca. A mí, en cambio, me parecen muy evocadores. Con su desnudez invernal, dan idea de un desvalimiento que concita la ternura e invita a tener actitudes diferentes de las que provoca el exuberante verdor de otras épocas.
El desvalimiento vegetal me lleva a recordar a los seres más desvalidos, a los niños, que dependen totalmente de los encargados de su crianza. ¡Suerte la del niño que tiene un modelo al que emular! O tres. Tres fue el número que Julián Marías estableció como idóneo, aunque no recuerdo dónde se lo leí. Conocí a un sacerdote que podría haber servido como referencia. Era originario de un país andino, en el que había alcanzado un gran prestigio como ingeniero, pero esto no le acababa de llenar e ingresó en una orden religiosa. Fue destinado a España. Era el más listo del convento, pero no quería cargos ni tampoco privilegios. Cultivaba la humildad y se mostraba así ante los demás. Sin embargo, me consta que tuvo frente a él la tragedia, día tras día, durante un prolongado tiempo, y no la supo ver. Jamás le vi interesarse por los problemas del prójimo, su designios eran más importantes, tenía que enaltecerse y el papel que reservaba a los demás era el de aplaudirle. Si sus compañeros de convento cometían alguna injusticia con sus alumnos, él no se daba por enterado. Murió hace ya bastantes años y en honor a la verdad puede decirse que si bien no se preocupó por los demás, tampoco hizo daño a nadie. Al menos, a mí no me consta que lo hiciera. No hacer daño a nadie ya es mucho.
Pero volvamos al invierno, y a los árboles desnudos, que invitan a la tranquilidad, al recogimiento y a la elevación del espíritu. Es como si nos recordaran que es tiempo de paz y por eso se han desarmado.
El desvalimiento vegetal me lleva a recordar a los seres más desvalidos, a los niños, que dependen totalmente de los encargados de su crianza. ¡Suerte la del niño que tiene un modelo al que emular! O tres. Tres fue el número que Julián Marías estableció como idóneo, aunque no recuerdo dónde se lo leí. Conocí a un sacerdote que podría haber servido como referencia. Era originario de un país andino, en el que había alcanzado un gran prestigio como ingeniero, pero esto no le acababa de llenar e ingresó en una orden religiosa. Fue destinado a España. Era el más listo del convento, pero no quería cargos ni tampoco privilegios. Cultivaba la humildad y se mostraba así ante los demás. Sin embargo, me consta que tuvo frente a él la tragedia, día tras día, durante un prolongado tiempo, y no la supo ver. Jamás le vi interesarse por los problemas del prójimo, su designios eran más importantes, tenía que enaltecerse y el papel que reservaba a los demás era el de aplaudirle. Si sus compañeros de convento cometían alguna injusticia con sus alumnos, él no se daba por enterado. Murió hace ya bastantes años y en honor a la verdad puede decirse que si bien no se preocupó por los demás, tampoco hizo daño a nadie. Al menos, a mí no me consta que lo hiciera. No hacer daño a nadie ya es mucho.
Pero volvamos al invierno, y a los árboles desnudos, que invitan a la tranquilidad, al recogimiento y a la elevación del espíritu. Es como si nos recordaran que es tiempo de paz y por eso se han desarmado.
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