Acaba
de salir de la ducha y de secarse. No le gusta llegar tarde a ningún
sitio, pero, no obstante, se viste con parsimonia, como si el tiempo
no existiera, eternizando los instantes, inundando el momento de
espiritual paz, sorbiendo algo que puede ser la vida.
Cada
movimiento que hace, en el proceso de vestirse, es como una ruptura
de ese estado anímico, como una vuelta a la vida dinámica. Por eso
los movimientos son lentos y espaciados. Su mente va del pasado al
futuro, del recuerdo a la imaginación, sin orden ni concierto,
dejándose llevar por la inercia, sin pretensiones de ningún tipo,
sino simplemente disfrutando del relajamiento del momento.
Es
un momento como esos en los que ni las hojas de los árboles se
mueven; como un ir y venir, sin ir a ninguna parte, ni volver
tampoco; como esas olas del mar, que llegan mansas y acarician y se
van; como esa brisa que protege de los rigores del verano; como esa
mirada dulce que nos convence de que vivimos en el paraíso; como ese
sueño del que no queremos salir; como ese trago de vino que se
retiene en la boca.
Se
va poniendo prenda tras prenda con la cadencia propia de la lentitud,
con el espíritu aparentemente lejos del cuerpo, con el ánimo
tranquilo y dispuesto a ahuyentar cualquier intento de dar prisa que
provenga del cerebro.
Finalmente,
se ha terminado todo. Apenas han transcurrido unos pocos minutos,
muy pocos más de lo que hubiera necesitado el normal proceso de
vestirse, pero una vez acabado no renuncia a ese tiempo de demora con
el que se ha deleitado.
Y
sale a la calle con la seguridad de que llegará a tiempo, de que
nada le hará arrepentirse de haberse demorado un poco en un momento
concreto.
Quizá
piensa que ser feliz consiste en saber detener el tiempo de vez en
cuando.
1 comentario:
Muy, muy bonito, Vicente. Una leccion que voy a intentar aprovechar. Normalmente soy un esclavo al reloj. Que pena. Muchas gracais por servir como recordatorio.
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