Debió
de ser en el decenio de los sesenta del siglo pasado cuando M., un
labriego con poca instrucción, le soltó la indirecta a J., también
labriego. M. se había visto en dificultades tiempo antes y las había
sabido resolver. Se dio cuenta de que la gente de su entorno no
hubiera sido capaz de salir del paso en una situación como la que
él había tenido que pasar y se sentía infravalorado por la opinión
pública. Tenía razón, pero sólo en parte, porque la gente no
puede saberlo todo. M., sin embargo, no tenía en cuenta que ese
también podía ser el caso de J. Y de hecho lo era.
Fue
en mi presencia cuando M. le dijo a J., con retintín: cómo nos
vemos y cómo nos ven...
Otro
de mis recuerdos antiguos me lleva hasta E., que era un señor de
gran prestigio social. Poseía una gran inteligencia y, además,
otras cualidades que le habían encumbrado en la escala social. Sin
embargo, él aún tenía de sí un concepto mucho más alto y su
numeroso entorno le aceptaba esta presunción suya y lo trataba con
arreglo a ella.
Pero
el tal E. tenía un defectillo y es que de vez en cuando daba alguna
puñalada por la espalda. Nadie tiene derecho a imaginar eso si no
tiene datos en ese sentido, por lo que lo correcto y adecuado era dar
por bueno el concepto que tenía de sí. El problema es de quien se
supervalora, no de quienes le creen. Pero ocurrió que la última de
sus puñaladas no le salió exactamente como había previsto, de modo
que la coartada que se había preparado para engañarse a sí mismo
no le sirvió. Como de costumbre, casi nadie supo de su insana
acción, por lo que siguió gozando de todo su prestigio. Pero ya no
volvió a ser el mismo. No le había quedado más remedio que darse
cuenta de que no era como se soñaba, sino un pobre diablo.
Cabe
deducir de los ejemplos citados que la opinión de los demás puede
ser un punto de referencia, pero no un valor absoluto.
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