El
dilema que se presenta cuando se desea hacer lo contrario de lo que
se debe es más frecuente de lo que parece en un principio. Quizá no
sea aventurado decir que la mayor parte de la gente opta siempre o
casi siempre por lo que desea hacer.
Otra
cosa es que lo reconozca, porque lo habitual es que quien toma una
decisión se provee de un arsenal de argumentos a favor. Algunos,
ni eso. Y quizá esto último sea lo más honrado. Buscar argumentos
en pro de alguna cosa no es un ejercicio muy honrado que digamos. Lo
correcto sería indagar acerca de la solución, no elegir primero la
solución y buscar luego los caminos que conducen a ella. O sea, lo
característico es hacer lo que se quiere y convencerse después de
que se ha hecho lo que se debe. El autoengaño es una característica
humana de uso frecuente.
Si
convenimos en que el poder consiste en hacer lo que uno quiere y la
autoridad en ceñirse a lo que es debido, se entiende claramente eso
de que el poder tiende a corromper. Cuando uno ejerce la autoridad
ocurre que tiene poder sobre sí mismo, puesto que es capaz de
resistir la tentación y hacer lo que le corresponde.
A
veces, la pugna entre el deber y el deseo es cruel. Puede darse el
caso de que esté implicada alguna persona querida, como ocurrió en
el caso de Guzmán el Bueno.
Y
en estos tiempos en que se rinde culto al poder convendría rescatar
a la autoridad, que sólo se puede conseguir mediante el esfuerzo y
el mérito.
Se
entiende claramente que es más fácil y más divertido perseguir el
poder, pero resultan mucho más útiles a la sociedad quienes optan
por la autoridad. Y estropean menos cosas.
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