Al
pasar por el lado de un parque, he visto a lo lejos, a un hombre que
jugaba con un perro. La idea que me ha venido a la mente es esa, la
del canalla y el perro. Y, sin embargo, lo más probable es que ese
señor sea una bellísima persona.
Independientemente
de eso, los canallas existen. Y cuando se mueren es posible que vaya
gran cantidad de gente al entierro. Es que esas personas que van no
creen que haya muerto. Los canallas, a menudo, parecen inmortales
para sus víctimas. Las han que se pasan la vida sufriendo canallada
tras canallada, sin poderse defender, y cuando su verdugo muere no
pueden creer que sea cierto. Y van al cementerio a comprobarlo. Y ni
siquiera así. Cuando al día siguiente no llega la canallada de
costumbre su primer pensamiento es que se ha acabado el mundo. Y el
segundo, disfrutar de la felicidad antes de que otro canalla ocupe el
puesto del muerto.
Los
perros no son así, claro. Hay un dicho al que se adaptan muchas
personas: Hacer como hacen no es pecado. Y si ven que lo hacen muchos
es buscar la fama y el dinero, buscan la fama y el dinero, y a menudo
la encuentran. Un perro, por el contrario, es fiel a sí mismo,
independientemente de lo que haga su entorno.
Tuve una perra (quizá yo sea un canalla, aunque no tengo fama ni
dinero). Era pequeñita. Pesaba dos kilos y medio. En sus últimos
tiempos era sorda y ciega. No le importaba nada. Era feliz. Lo único
que quería es que la acariciaran. Cuando necesitaba algo, le bastaba
un ladrido para conseguirlo.
Dicen
que la meta humana es la felicidad. Y no la podemos conseguir y
resulta que los perros son felices. Por lo menos se sabe que hay
perros que son felices.
Los
dioses nos han enviado a los perros para que nos guíen. Ya guían a
los ciegos. ¡Pero es que todos estamos ciegos!
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